miércoles, 25 de abril de 2018

maldita sea mi estampa 9

Durante la animada conversación tuve un lapsus y acabé por perderme en mis pensamientos. Oscar se dio cuenta enseguida y me dejó estar. Sus voces se apagaron como si de repente me hubiera sumergido en un océano. Entonces, maldita sea, una voz de ultratumba -creo que la de Alberti- se coló en mi cabeza: -¿El final de tu novelita está a la vuelta de la esquina y dudas sobre el tono apropiado para el último capitulo, verdad? Recuerda..., tú y yo nunca fuimos a Granada.

No había pasado ni un minuto cuando solté una estridente carcajada y, acto seguido, pensando en voz alta, dije: -Con la rienda corta y el galope largo.
-¿Cómo? -preguntó Neus, sorprendida.
-No es nada. Acabo de tener una conversación más allá de la conciencia. Ando metido en una historia y a veces me ausento sin más. Quizá haya resuelto un problema, o puede que vaya más fumado de la cuenta; nunca se sabe.

-Has acertado, Ámbar es mi Granada. Está en otra onda pero en la misma frecuencia, Rafael.
Nunca llegaré a Granada... Pero... ¿Sabes?, con el polvo del camino voy escribiendo una historia.


-¿Postre o café? -preguntó Oscar, desbaratando mi ensoñación.
-No me cabe un postre. Descafeinado sin azúcar. Y un chupito de orujo de hierbas, así la jodo del todo por hoy; total, mañana será un mal día, con o sin chupito.

Salí a la calle a echar un cigarro. Seguía lloviendo, ahora de costado; el viento soplaba con fuerza calle arriba haciendo inútiles los paraguas. Pasaban unos minutos de las cuatro y el tráfico rodado comenzaba a desperezarse después de la tregua de mediodía.
Preocupadas por llegar tarde a la salida de los colegios, las mamás salían presurosas de los portales, y, desafiando al mal tiempo, abrían sus paraguas, apretaban el paso y se perdían rápidamente Bilbao abajo; y todo era gris, terrible, horriblemente gris, como una funesta y deslavazada metáfora de aquella desoladora mañana.
Regresé a mi mesa y saqué la libreta con un doloroso gesto de condenación, de pérdida y olvido. Me bebí el café, alcé el chupito y brindé simbólicamente con Oscar, que andaba tras la barra: -¡Por los corazones tristes! Salud, colega.
-¿Te pido un taxi?
-Ponme otro de éstos y dame diez o quince minutos. He de tomar unas notas antes de que las palabras se me amontonen. Las muy cabronas están vivas, y las mías concretamente no paran quietas y a veces he de meterlas en vereda, porque si se me desmandan ésto empieza a bascular entre la indignada cola de un peaje en hora punta y el indescifrable barullo de una olla de grillos.

lunes, 9 de abril de 2018

Maldita sea mi estampa 8

Pasaban unos minutos de las tres cuando crucé la puerta del bar de los Castellers. A esas horas estaba prácticamente desierto, un parroquiano jugando en la tragaperras y otro sentado junto a la barra con un vermú negro delante eran los únicos clientes, me acerqué renqueando hasta la esquina donde fregaba unas tazas la camarera y le dije: -Buenas tardes. 
-Buenas tardes.
-¿Está Oscar por ahí?
-Está en la cocina, ahora lo aviso. ¿Quién le digo que pregunta por él?
-Mario, un viejo amigo.

Di una rápida ojeada al local, y, tras quitarme el tres cuartos y colgarlo sobre el respaldo de la silla más próxima al radiador, acabé sentado en una mesa desde donde, a través de una gran cristalera, podía ver el amplio y profundo espacio -a medio camino entre el gimnasio y el local de ensayo- ahora desierto; donde palpita, varias veces por semana, el bravo corazón de los Castellers...

-¿Cerveza o menta poleo?
-Mejor cerveza. A tomar por culo, hoy me salto la cuota.
-Joder, tío ¿Qué te ha pasado? Eres la viva imagen de la derrota. Por mi madre que haces una pinta de haberte fugado esta mañana de un campo de refugiados sirios que te cagas. 
El tipo que se encarga de la documentación falsa suele llegar sobre las cuatro. Mientras lo espera estaría bien que se adecentara un poco en el lavabo, dará menos el cante. Y luego, si no tiene inconveniente, lo invito a comer...
-Eso, cabrón, tú ríete.

Le hice caso, y a la vuelta del aseo unos minutos después la mesa ya estaba dispuesta. Me dejé caer sobre la silla y, dando un profundo suspiro, me lancé sobre la cerveza y las gambas saladas como si llevara sin jamar bien toda la vida.

-¿Libritos o pollo a la plancha con pimientos? -preguntó Oscar desde la puerta de la cocina.
-Libritos va a ser que no. Paso de segundo literario, ya he tenido bastante por hoy. Sí es pechuga mejor, tío.

La camarera trajo un tapa de anchoas, una botella de vino tinto y una canastita de pan integral. Era una vieja amiga de Oscar. Una treintañera morena, alta y bien parecida que solía llevar, tiempo atrás, un peinado a lo batasuno; la conocí hace unos años en el Rock&Trini durante un concierto de hardcore que organizaba la radio. Ella quizá no me recordara, pero yo sí; aunque tardé un poco en desempolvar su nombre, sin duda alguna, esos espectaculares ojos verdes sólo podían ser los de Neus.

-Ha tenido que ser muslo, pechuga no quedaba.
-Ya. Hoy por aquí la única pechuga comestible es la de Neus. No hay más que verla.
-De primero tenemos arroz con setas y gambitas -dijo Oscar, dejando sobre la mesa la bandeja con el primer plato-. Te he traído una taza de caldo bien caliente, a ver si te quita la pinta de moribundo que arrastras.
-No sé qué hago en su barrio. No ha sido una buena idea, estaba cantado que me iba a poner chorreando. Mientras no pille una pulmonía...
-¿En el barrio de quién? -preguntó intrigado mientras se levantaba en busca de la botellita de gaseosa que había olvidado en la barra.
-De Ámbar. Estoy escribiendo una historia y la musa vive por aquí. De hecho, lo único que he sacado en limpio es eso. Ha sido una pesadilla, Oscar, una pesadilla. Primero han intentado sirlarme en el parque, luego he tenido un accidente y el paraguas y un tobillo han pagado las consecuencias, después, nada más salir de aquella maldita encerrona verde, mientras esperaba en un semáforo un coche me ha puesto chorreando...  Encima ha llovido casi todo el tiempo. 
Venía lleno de entusiasmo y me iré hecho una mierda. Si no fuera porque la he visto fugazmente, he podido certificar su pertenencia a este barrio y quemado de paso un montón de karma chungo, me cagaría en todo.
-Joder, tío, qué mala suerte.
-En el fondo, Oscar, creo que el cuento ese del karma muchas veces sólo es la mejor coartada disponible para orientalistas de pastel incapaces de hacer el más mínimo esfuerzo por cambiar un ápice sus vidas. En fin, es lo mismo. ¿Cómo va por la radio?
-Regular. No termina de arrancar después del último parón. Así que una musa, eh -concluyó dibujando una sonrisa maliciosa.
-No hay caso, es fruta prohibida.
-¿Casada? -preguntó, volviendo a dejar sobre la mesa la botella de vino después de llenar generosamente tres vasos-. ¿Un poco de gaseosa?
Asentí con la cabeza y contesté: -Eso como mucho sería fruta reservada, no prohibida. Es fruta delicada y absolutamente joven colgando de una rama muy alta y frágil, y mi menda hace mucho que, a pesar de soñarla, no la espera; aunque, eso sí, me sigue poniendo un montón.
-Ya me imagino...

En ese momento, Neus, trayendo un pequeño mortero de alioli se incorporó a la mesa y aparcamos la conversación. Se sentó junto a Oscar, y, mientras se servía el primer plato y probaba el vino, fue haciéndome preguntas hasta que recordó dónde y cómo nos habíamos conocido. ¿Punk-rock acelerado o hardcore melódico? ¿Te acuerdas de aquella noche? ¿De aquél peñazo de grupo?

martes, 3 de abril de 2018

Maldita sea mi estampa 7

Subía por Soler i Rovirosa a buscar Clot cuando me acordé de Oscar -un viejo compañero de la radio-, trabajaba de cocinero en el pequeño bar-restaurante del local de los Castellers. La calle Bilbao no estaba lejos y hacía siglos que no nos veíamos. Era una buena opción. 
Apoyándome en el paraguas y a paso de tortuga giré en Clot dirección Sagrera mientras mis ojos iban de una acera a otra buscando un cajero. El tráfico rodado había caído en picado, y a pesar de las molestas e inesperadas rachas de viento, la gente volvía a transitar presurosa por la calle; el sol asomó el morro tímidamente un par de veces, pero viendo el percal, supongo que decidió largarse definitivamente. 
El viento por fin cesó, y un gris brumoso y húmedo, metido en el deslucido papel de piadoso, pero amortajante manto, comenzó ha instalarse cómodamente sobre la compacta y cenicienta pátina de aceras y edificios; entonces el palpitante olor del asfalto mojado se apoderó finalmente de mi paisaje...

-Para una vez que me la encuentro menudo papelón, se va a reír toda la vida.
-Joder, tío. Deja que se ría a gusto. Si la cosa le ha alegrado un poco el día ya nos vale. Seguramente no tiene nada más divertido que hacer a estas horas. 
-En realidad me preocupan más las notas.
-Un galimatías, como siempre.
-Como siempre, Grillo; como siempre.

Fue nada más salir del cajero cuando nos cruzamos. Lo cierto es que no la vi venir, estaba cansado, tenía frío y andaba perdido en cavilaciones. Esta vez no le dio tiempo a cambiarse de acera y tampoco se cubrió con la capucha de la trenka. Sin pararme, le dediqué un convencional, y creo que sonriente “Hasta luego”, al que ella respondió con un “Hola” o un “Adiós”; no estoy muy seguro. Su voz se me enredó con la desbordante y desenfadada cháchara que invadía aquel tramo de calle desde de una tienda de frutas y verduras cercana cuyas coloridas cajas invadían parte de la acera. 
Habría sido un momento ideal para intercambiar unas frases, pero me contuve y acabé por no hacerlo; la inapelable imagen -nada más verme- de un rostro angustiado con la mirada febril y cargada de temor, y ella apretando el paso a la desesperada hasta desaparecer instantes después, como un fugitivo, entre la anónima multitud de un concierto de verano en el patio de Can Basté aún se deja caer de vez en cuando por mi memoria. 
Por otro lado, las probabilidades de tropezarse con alguien teniendo sólo el referente de su instituto, y a pesar de haber evitado expresamente dicho lugar y sus alrededores, son muy, muy remotas; además durante la única mañana que ando por aquí, y dos veces nada menos. Aunque también hay que tener en cuenta su gusto por los paseos bajo la lluvia, que las aumentaban...
Con la tontería creí haberme pasado de calle y no hubo más remedio que preguntar en un bar. Pedí un cortado, pegué una de las meadas más largas de mi vida y tuve la oportunidad de mirarme a los ojos en un espejo. Penoso, fue penoso. Eran los de un vagabundo, de sí mismo, desde luego; pero vagabundo al fin y al cabo.