lunes, 22 de enero de 2018

A sotavento

El tres de enero, tras varios meses sin salir a caminar, me hice un bocata de queso, cogí mis pequeños prismáticos, una botella de agua, tres cigarrillos, un par de porritos, bolígrafo y libreta, lo metí todo en la mochila que suelo usar para andar por Collserola, me puse una chupa cálida y ligera y me dispuse a subir al parque.
Eran las ocho de la mañana, el viento azotaba las Rondas mientras avanzaba a buen ritmo en dirección a la plaza de Karl Marx pensando en la ruta más cómoda que me llevase hasta la cima del Coll de la Ventosa. Un lugar poderoso y mágico para mí, y desde que las cenizas de mi madre descansan allí, también sagrado.
Hacía tres años que no subía hasta el repetidor de aquella pequeña colina. De hecho, no había necesitado hacerlo durante todo ese tiempo. Pero ahora tenía un dilema personal que resolver, y si el mar no lo había resuelto quizá lo haría el lugar donde vencí al miedo y el desamparo. Y hablaría con mi madre, también tenía un recado importante para ella.
Al llegar a la plaza, el viento se había convertido en un furioso vendaval que lo hacía rodar todo a su paso. El ventarrón me hizo cambiar de opinión y decidí coger el autobús, crucé la Ronda lo más rápido que pude, cogí la Ronda de la Guineueta Vella hasta el bar de la esquina con Antonio Machado, me metí dentro, pedí un café y me senté junto a la cristalera que daba a la plaza. El autobús que subía a Torre Baró acababa de pasar, por lo que disponía de veinte minutos hasta el siguiente, tiempo más que suficiente para tomarme el café; y aprovechando que en el bar no había más que un parroquiano meditabundo sentado en un taburete de la barra delante de una barrecha, decidí liarme los cigarrillos y el par de porritos mientras esperaba. Aquella desapacible mañana sería imposible hacerlo allí arriba.
Nada más bajar del autobús, cogí la pista en dirección a la carretera del cementerio, una vieja pista que ahora forma parte de la Carretera de las Aigües. Con el viento de cara, el avance era molesto y agotador, y el cómodo paseo donde se suele tener el privilegio de escuchar como el sordo zumbido de la ciudad se apaga, al tiempo que el canto de los pájaros va ocupando su lugar, se había volatilizado -nunca mejor dicho- arrastrado por la fuerza del vendaval -que suele arremolinarse y soplar en todas direcciones a cada recodo que tomaba-, y gracias a él, el rugido implacable de las ramas de los árboles azotadas por el ventarrón era ahora el amo de la banda sonora. 
Ni un pájaro en el cielo, ni el eco de mis pasos... Arrolladoramente solo en aquel paisaje furibundo que ya recorría de niño -una imagen perdida en la memoria-, un mundo trastocado, agreste, despiadado. Ni un ladrido, ni una voz lejana transportada por el viento. Nadie en el camino ¿Nadie? La jabalina cruzó la pista delante de mis narices, a cinco metros escasos. No la había oído llegar, y venía con tres jabatos detrás. Me paré en seco y di una rápida ojeada a ambos lados de la pista buscando un posible refugio. Cuando volví a mirar hacia delante me quedé helado, estaba parada en medio del camino. Si le daba por embestir estaba listo. Entonces nos miramos durante tres o cuatro segundos..., dio un par de cortos pasos hacia mí sin quitarme la vista de encima, se paró, levantó un poco la cabeza, oí un gruñido, se dio la vuelta y desapareció con su prole bosque abajo.
Tal vez no era el mejor día para subir a la cresta de la colina y lo sensato sería dar media vuelta y desistir de mis propósitos, barruntaba fumándome un porrito sentado en una piedra y protegido del viento tras un espeso seto de brezos. El encuentro con la jabalina podía haber acabado bastante peor y quizá era más prudente no volver a tentar a la suerte, porque arriba, en la cresta, la furia del viento, libre de obstáculos, podía...
Entonces escuché claramente un fuerte crujido y, al instante, una enorme rama de pino piñonero, armando un enorme estruendo, cayó a unos pocos pasos del seto donde me encontraba. Solté una carcajada y pensé: Mira tú por donde, esta vez hasta podría llevarme a casa unas cuantas piñas.
Me levanté, bebí un poco de agua, me colgué la mochila a la espalda y tomé el pequeño sendero que subía hacía la cima pensando en que, tras el próximo recodo, tendría el viento de costado durante un buen trecho.
Fue más cómodo de lo esperado, había olvidado que tras la instalación del repetidor habían ampliado el viejo sendero para facilitar el paso de los vehículos de mantenimiento, creando un talud de un par de metros de alto que discurría paralelo al camino protegiéndome del viento que soplaba desde mi derecha. Conforme ascendía, la vegetación iba desapareciendo paulatinamente, y el rugido del aire al pasar con fuerza entre la espesa vegetación del bosque fue trocándose en un banda sonora sibilante y caprichosa que parecía venir de todas partes.
Cuando llegué arriba, estaba preparado para contemplar el hermoso espectáculo: Al frente la cuidad, mi amada ciudad, bella, ruidosa y resplandeciente, si me daba la vuelta, el Vallés y su maraña de cicatrices de asfalto por donde iban y venían sin tregua largas y hormigueantes colas de vehículos conducidos por atribulados ilusos sin tiempo para nada, meros figurantes en el escenario de sus vidas; a la izquierda, la mágica y misteriosa montaña de Montserrat, en medio, al fondo, las lejanas cumbres blancas del prepirineo, y a la derecha y mucho más próximas, las montañas del Montseny.
Me encontraba en una pequeña vaguada entre las colinas del Turó de Roquetas y el Coll de la Ventosa. Un lugar pedregoso y maltratado por el viento, donde sólo prosperan algunos pequeños arbustos a ambos lados de la pista que las une; y todavía tenía que superar un empinado y abrupto trecho hasta mi destino con aquel maldito aire de cara.
Y, en aquel momento, me sentí diminuto y a merced de los elementos.
Eché a andar camino arriba decidido. Avanzaba ligeramente encorvado para minimizar la fuerza que amenazaba con hacerme rodar colina abajo. Despacio, paso a paso, metro a metro, fui dejando atrás el último tramo de mi recorrido como si la antena del repetidor fuera la ansiada meta de una absurda maratón; entonces, cuando apenas me quedaban cien metros para poder refugiarme tras la caseta, el cabrón del viento empezó a amainar. Las intensas rachas fueron haciéndose intermitentes y perdiendo fuerza rápidamente. ¡Mierda! Esto me pasa por salir temprano.
Nada más llegar a mi destino, miré hacia mi casa. Joder, no hay ni dos kilómetros en línea recta, si hubiera subido a pata hasta la parte alta de Canyelles y reptado montaña arriba, habría llegado antes; y eso que he hecho la mitad del recorrido en bus...
El vendaval, hasta entonces omnipresente, dio sus últimos estertores mientras recuperaba el aliento; y una fría y cortante brisa fue ocupando su lugar. Miré a mi alrededor respirando a pleno pulmón. Las piedras, el paisaje, la caprichosa brisa, los pequeños árboles, todo lo que rodeaba aquella cima formaba parte esencial de mi vida desde hacía trece años. Allí, una espeluznante noche de luna, me di o recibí, nunca lo sabré con certeza, la mejor lección de mi vida. Una clase magistral acerca del equilibrio de las cosas. Me lancé en plena noche cuesta abajo por una de sus laderas, como solía hacer de niño a la luz del día. Me dejé ir sin pensar en nada -sin miedo ni esperanza-, sin fijar la vista en ningún sitio; entonces la montaña comenzó a fluir bajo mis pies. Tras seis o siete minutos de vértigo, estaba en la Carretera alta de Roquetas diciéndome que era un gran tipo. Toda una hazaña de percepción. Cualquiera que suba hasta aquí y mire hacia abajo entenderá perfectamente lo que digo.
Saqué un cigarrillo, bajé unos metros y me senté junto al árbol donde descansa mi madre. El viento había dejado de silbar y un silencio sepulcral flotó en el ambiente mientras fumaba..., nada más acabar me acuclillé un momento frente al tronco y dije unas palabras; y en cuanto me puse en pie, rompí a llorar amargamente.

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