domingo, 30 de abril de 2017

Corte cinco, Who are you 1 (unos días de febrero)

El lunes por la mañana –con la mala conciencia del que ha llegado tarde y la dolorosa sospecha de que ya no se le espera–, escribí una breve disculpa y pegué el poema en su ventanita del chat, después solté un suspiro de alivio y pulsé el enter:                             
               
                                       Ámbar

                Un poema de amor en la noche yerma
                sueño pechos en flor entre sábanas muertas
                un, te extraño, mi duermevela de ausencias. 
                Desvelo de besos furtivos, de caricias nuevas, 
                de núbiles audacias, de carne trémula… 
                Del sabor de tus labios, entregados, llenos, eternos.
                De mis manos en tu piel desnuda,
                paisajes húmedos, tiernos, sonoros, 
                besos, dulces besos,
                descubriendo curvas, sospechando vértigos, 
                deshojando primaveras.
                Una tarde de amor, o una mañana inolvidable
                y tus ojos, por fin, deslumbrantes, cálidos, serenos
                y te miro y te miro, obnubilado y vencido.
               Y tus bragas…, tus bragas de cabecera.

Por supuesto, aunque fuera a destiempo, se alegró de recibirlo y así me lo hizo saber. Pero tres días más tarde, en un giro emocional de ciento ochenta grados, me mandó un mensaje; en él venía a decir que no veía lo nuestro y que daba por finalizada nuestra recién iniciada relación.
Me jodió un poco, la verdad, esperaba algo más después de nuestros primeros y apasionados encuentros; pero podía entender perfectamente su posición. Ella tenía casi toda la vida por delante y yo casi toda por detrás, no había nada que hacer al respecto; y creo recordar que le contesté que bien, que ella había comenzado aquello y ella lo terminaba, o algo por el estilo.
Quizá para Ámbar yo no era más que un capricho adolescente y pasajero, pero tampoco podía quejarme, al fin y al cabo, se me había entregado de cuerpo entero; y realmente, que a mi edad, una jovencita tan mona se te meta en la cama podría considerarse una hazaña masculina, pero no lo fue. 
No la busqué, se insinuó y le seguí la corriente pensando que todo aquello no era más que una broma, pero una tarde de febrero apareció por casa, se dio –y me dio– un revolcón; unos días más tarde se dejó caer por la mañana y nos volvimos a dar un buen repaso, poco después pasó de mí. No hay nada que objetar, que haga lo que le salga del chichi –pensé en aquel momento-. Y si se le antoja otro día lo tiene muy fácil, ahora ya sabe que me gusta, quien soy y donde vivo.
En un primer momento me sentí tristemente aliviado. Que no quisiera volver a verme me libraba de algunas contradicciones, pero me duró poco. Realmente me sentía solo y Ámbar era para perder la cabeza … 
Y me puse a tomar notas. Aparqué por unos días la redacción de “Jamón de mono”. No es que, en principio, fuera una decisión consciente, simplemente sucedió. La experiencia no era para menos y la vida me había dado en los morros con ella; no era cuestión de desaprovecharla, sino de exprimirla hasta las últimas consecuencias.

lunes, 10 de abril de 2017

Corte cinco, Who are you (unos días de febrero)

El domingo por la mañana, como casi todos los domingos, transcurrió delante del ordenador intentando trabajar en el texto que me llevaba de cabeza desde hacía meses. Los resultados fueron escasos, apenas pude sacar adelante un fragmentado e impreciso esquema argumental sobre una secuencia de acontecimientos que debían llevar a la Carlota sensual y segura de sí pintando un retrato oscuro, hasta una escena donde, sorprendida y desconcertada, empuñaba una vieja Tokarev… Durante toda la mañana mi atención fue un caótico y constante ir y venir desde los brumosos senderos de la sierra de Béjar, donde vivía y pintaba mi madura y bella protagonista, a las barcelonesas y juveniles tetas de Ámbar, que, además de no ser un producto más de mi, en aquellos momentos, calenturienta imaginación, olían de muerte.
No hubo manera de darle solidez al vago bosquejo escrito a primera hora, y es que, hasta donde yo he experimentado, una mujer imaginaria suele ser muy poca cosa para competir con una de carne y hueso; sobre todo si tenemos en cuenta que ésta última era una preciosa jovencita de piel tersa y perfumada.
Era el día de los enamorados, y a pesar de no tener la mala costumbre de dar pábulo a engañifas comerciales como ésa, dado que no iba a comprar nada y su tentadora imagen no hacía más que dar vueltas y vueltas en mi cabeza, decidí hacerle un regalo. Un pequeño detalle que nadie le podría comprar nunca: un poema.
No comí apenas, las malditas palabras no me dejaban en paz. De la mesa a la libreta de mi escritorio una y otra vez, recorriendo otro recóndito sendero de aquel febril camino –ese tránsito inefable–. En demasiadas ocasiones, al menos para mí, es una senda feroz, inquietante e inhóspita, donde generalmente suelo comenzar ebrio de palabras y embalado, y concluir, indefectiblemente, fumado y con resaca; pero esta vez partía con la imponente ventaja de tener en nómina una musa de tres pares de cojones, de eso no cabía la menor duda.
Aquel gozoso y martilleante incordio me iba a tener en vilo horas y horas, no lo acabaría a tiempo. No lo acabé a tiempo.