lunes, 19 de diciembre de 2016

Corte cuatro, Good morning little schoolgirl 5 (unos días de febrero)

(— No has cambiado las sábanas.
— Desde luego que no. Las puse el lunes, todavía huelen a ella. ¿Crees que soy gilipollas?
— Vale. Supongo que tienes té a mano por si le apetece…
— Sí. ¿Y tú, qué? ¿Tienes pensado algo?
— Tratarla como a una mujer y hacer que se sienta amada. El primer encuentro sirvió para romper el hielo. Ahora conozco un poquito su cuerpo. A poco que pueda se lo va a pasar como una reina.
— ¿Te ha gustado el detalle del regalo, eh?
—  Un montón. Tendré un presente tope de guay. Vacilaré conmigo mismo. Ya ves, tenías razón, estoy un poco agilipollado.
)

Mientras tenía lugar aquel diálogo interior había dado un escobazo rápido, estirado un poco la cama, pero no demasiado –debía estar acogedora y conservar, en la medida de lo posible, la cálida atmósfera que construye el corazón durante el sueño en el dormitorio de un tipo solitario que, después de soñar con ella toda la noche, se acaba de despertar para esperarla–, me peiné un poco y limpié una esquina del espejo manchada de pasta de dientes.
Entonces pensé en aquella inusitada relación… Sí para mí, un hombre maduro medianamente experimentado, resultaba un tanto complicado y arrebatador; para ella ella, una joven de escasa historia sentimental, debía ser una aventura inconcebible, un sueño sensual y prohibido donde su voluntad, su candor y su belleza, habían triunfado sobre los reparos expuestos al principio por mi parte y todas las convenciones sociales adversas que era capaz de recordar.
“Ya habrá doblado la esquina, debe estar al caer”, me dije mientras buscaba a toda prisa música adecuada en la lista del Winamp. Mirando la pantalla tuve un flashback: Por un instante, el recuerdo de aquella mirada sensual, ingenua y turbadora que me dedicó el lunes por la tarde nada mas quitarse el abrigo, produjo una imagen tan vívida que me estremecí de los pies a la cabeza; silencioso y veloz como un latigazo, un hondo y breve escalofrío me atravesó de abajo arriba.
Estaba estirando un poco la funda del sofá cuando sonó el teléfono, era ella. No recordaba el piso ni la puerta y no encontraba donde lo tenía apuntado. Se lo dije, fui hasta la puerta y, a pesar de estar esperándolo, el desagradable timbre del interfono, como casi siempre, me sobresaltó un poco. Después de abrirle me acordé del perchero –todas las perchas volvían a estar abarrotadas –, cogí a toda prisa la ropa de un de los ganchos –por ser más exactos, del mismo gancho que vacié la primera vez – y, como un rayo, la llevé al dormitorio, la lancé sobre la cama, regresé a toda máquina y llegué con el tiempo justo para abrir la puerta un segundo antes de que picara… ¡Wow!, volvía a estar aquí.

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