martes, 27 de agosto de 2013

El chamán

Después de tres semanas sin noticias, Estrella, me han llegado dos cartas más de la selva. Dos larguísimas cartas, por cierto.
El nivel de las aguas ha bajado ligeramente, dejando tras de si inmensos barrizales y cuatro casos de malaria que han tenido que ser evacuados en helicóptero (la pista de aterrizaje continua hecha un barrizal impracticable para los aviones). 
La época de celo del babuino no durará mucho más. Los tipos del  laboratorio trabajan a destajo. A los babuinos, después de pasar la cuarentena, se les hacen análisis de sangre. A los que son declarados no aptos se les suelta inmediatamente, al resto se les extrae el semen con el que después se insemina a las hembras. Luego, en una sencilla y casi indolora  maniobra, se les extirpan los testículos, que, al igual que el semen, se congelan de inmediato. Cada dos días, si la lluvia no lo impide, un helicóptero trae suministros y se lleva las muestras a Manaos.
El médico, tan pronto está dicharachero y risueño como se sumerge durante días en solitarias cavilaciones, que lo hacen pasear constantemente murmurando un incomprensible soliloquio.
Mi amigo, en cambio, cuando su labor se lo permite, lo escribe casi todo,
como indica el siguiente fragmento de una de las sesiones de psicoterapia que forma parte del tratamiento en el que lo ha embarcado el doctor Santamaría:
 
Amigo mío, es usted la primera persona que conozco que ha sobrevivido al curare de los Pai Pai. Conservó la calma el tiempo suficiente para inyectarse la atropina. Ha corrido la voz por el campamento, y estoy convencido de que los Pai Pai que los atacaron deben considerarlo un ser de otro mundo.
Por estos parajes no se adentran muchos occidentales que digamos. Si descontamos los gilipollas de los documentales que suelen estar el tiempo justo para sacar unas imágenes idílicas que luego se puedan vender bien, se podrían agrupar en cuatro categorías: Los científicos, los aventureros, los parias y los lunáticos.
Yo, en gran medida pertenezco a la primera, pero si incluimos a los místicos en la categoría de los lunáticos también debo pertenecer, aunque en menor proporción, a esta categoría.
¿A cuál se vincula usted?
-Pues no sabría decirle…, quizá tenga un poco de cada una de las tres últimas, pero tampoco es que lo tenga claro…
-¿Por qué vino usted?
-Creo que por la pasta.
-Dinero se puede ganar en casi todas partes. Le repito: ¿por qué vino?
-Quería dejar cosas atrás, olvidar a alguien, emborracharme de la exhuberancia y crudeza de este lugar, admirar la belleza incomparable de la naturaleza, en fin, para mí, el aspecto estético también cuenta. Supongo que la oportunidad también, conozco a un tipo que trabaja en la empresa farmacéutica que hace los ensayos.
-Vaya. Un romántico. 
Los que buscan y los que huyen hacen lo mismo, porque son lo mismo. Gente inquieta y difícil de contentar con grandes miedos o pasiones que los persiguen toda la vida. Que suspiran por lo que perdieron, pero incapaces de conservar lo que han conseguido.
Cuando vea que empiezo ha irme por la tangente déme un toque, no se corte.
Verá, en mi caso, podemos decir que he conseguido aunar estas dos facetas mías, aparentemente contradictorias, en el trabajo que me retiene aquí largas temporadas, y como usted, la pasta que gano me permite seguir adelante con mis estudios etnóbotanicos. Sin asomo de pedantería, le puedo decir que, por estudios y tradición, soy un experto en la flora medicinal de esta parte del mundo. Ya ve, yo también busco.
¿No habrá venido buscando el colocón definitivo?
-No. Al menos, no conscientemente.
-La vida nos va dejando heridas en el alma.
-¿Es usted poeta?
-Todos tenemos sueños inalcanzables, así que podría decirse que todos lo somos.
-¿En condicional?
-No me maree con sutilezas lingüísticas. Aquí el que pregunta soy yo. Intento ayudarle, recuerda.
¿De verdad lo piensa escribir todo?
-Desde luego.
-En fin, si le es de alguna utilidad. Pero no le arriendo la ganancia, menudo curro. Es el primer paciente que tengo que toma notas de las sesiones. Ya me las pasará. Probablemente contendrán información relevante.
¿Sigue teniendo pesadillas?
-Sí, pero menos frecuentes. La imagen de la bota del portugués entre las fauces del caimán con el agua hirviendo a su alrededor es algo que no olvidaré nunca.
-Debió ocultarse en el fondo de la canoa. Era más seguro que saltar al agua. Fue su decisión, no la de usted… ¿Acaso se siente responsable? 
Le recuerdo que usted reaccionó rápido y bien. Por eso está aquí. No tuvo oportunidad de ayudarlo. Así es la vida en todas partes, solo que aquí estos aspectos de la existencia se hacen más evidentes. La vitalidad y la fragilidad de la vida, aquí donde estamos, son moneda de cambio habitual. Lo vemos todos los días. Aunque solemos soslayar que nosotros también formamos parte de ese esquema.
Sus pesadillas son el mundo de los Pai Pai. Son el hogar de los indígenas. La selva les da cobijo, alimento, medicina y una visión del mundo. Cuando ande por ahí debe sentirse uno más de ese mundo. Sienta la selva. Eso no le va a garantizar nada, pero se sentirá mejor…
El próximo día sería conveniente tener una sesión de hipnosis ¿Qué le parece?


Algunos días sale con el doctor, surcan remando el pantanal en una pequeña piragua indígena, de fácil gobierno en aquél laberinto; donde la pericia y el conocimiento del terreno que demuestra su mentor, hacen, de una ruta imposible, una grata y fructífera experiencia. A veces bajan de la piragua para recoger alguna planta, y el doctor le habla de su morfología, de su habitat, y, sobre todo, de sus propiedades, ya sean farmacológicas o nutricionales.
En fin, Estrella, afortunadamente, poco a poco mi amigo va recuperando el sosiego perdido en las orillas del turbulento Japurá. 

domingo, 25 de agosto de 2013

Llegan las lluvias

Tras varias semanas de silencio, ayer, Estrella, recibí dos cartas juntas desde Manaos. 
Ya han llegado las lluvias, y el Japurá se ha desbordado, las múltiples bocas del río, que forman un intrincado delta en la frontera colombiana, han dado paso a un pantanal de cientos de kilómetros cuadrados que se extiende alrededor del pequeño altiplano del campamento. 
El lodo y los intensos chaparrones le han complicado el trabajo, pero no hay mal que por bien no venga, ya que no le dejan tiempo para pensar en el horrible destino del portugués.
Solo bajan de la canoa cuando se aproximan a una de las trampas. Con el agua hasta la cintura, sacan de la trampa al animal, lo meten en una de las jaulas y vuelven a montar la trampa uno metros más allá. Es un trabajo peligroso y agotador. Hay que estar atento cuando se salta al agua, puede haber caimanes. Están por todas partes. Se dan un festín en la estación de las lluvias con los animales que se han ahogado sorprendidos por la inundación.
Se turnan al timón mientras se quitan las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo; y huele a muerto, a selva y a repelente para mosquitos.
Flotando, desciende por el río una mula hinchada por la descomposición. Es la que perdieron la semana pasada cuando los sorprendió la tormenta junto a un regato insignificante al pie de una pequeña colina. Cuando quisieron darse cuenta el inocente regato se había llevado la mula a tomar por culo. Cuatro gallinazos posados encima de su cadáver, disputan ahora por comerse sus partes más blandas. 
A pesar del potente motor de la canoa, es imposible cruzar el caudal principal del Japurá. El río arrastra multitud de árboles y maleza a una velocidad de vértigo, por lo que sus salidas se han tenido que limitar al área inundada de la margen derecha del río.
Todos los días, al caer la tarde, una lluvia torrencial se apodera de su mundo. La espesa cortina de agua ahoga la banda sonora de la selva y se adueña del paisaje, y el río se alborota y llena de bravura; es el momento de dejarlo hasta la mañana siguiente.

Me desperté temblando y muerto de frío. Alguien llega y me toma la temperatura. No estoy en mi litera. Una habitación blanca con cuatro camas.
El tipo de la cama de enfrente delira. ¡Mierda! La fiebre de los pantanos.
-Veo que por fin ha despertado. Lleva varios días delirando. Anteayer creí que se nos iba…, se puso usted verde oliva; pero entonces me dije: ¡Por mis cojones! ¡Aquí no se le muere nadie a Eliades Santamaría! Le hice tomar una poción de ayahuasca..., y aquí está de nuevo. Cuente, cuente… ¿Cómo le fue la purga? ¿Quién es la muchacha, “la morenita de bote”, como usted la llama?
Los ojos enrojecidos y abiertos como platos, y la mirada inquieta y obsesiva de un neurótico; me dije al ver la jeta del médico justo antes de perder el sentido”. 

Estrella, seguramente te preguntarás qué clase de médico se apunta a trabajar en un agujero inmundo de una selva remota. Sin duda uno muy especial. Hacer lo que hace en aquella puñetera selva es lo que, me parece, da sentido a su vida.
Pero ha sido una suerte para el julandrón de mi amigo. El Dr. Santamaría estudió en Barcelona. Hizo la residencia en el hospital del Valle Hebrón, donde había oído hablar de mi amigo a raíz de que éste fue víctima de un raro efecto secundario durante un largo y peligroso tratamiento médico que coincidió en el tiempo con su residencia.
En fin, han hecho buenas migas, y el doctor se puso pesado con el director de la estación hasta conseguir que mi amigo fuera destinado a la enfermería (al enfermero anterior le dio un yuyu semanas atrás. Salió corriendo dando gritos del campamento y desde entonces está desaparecido).
¿Qué probabilidades hay de que dos personas de mundos tan diferentes, años más tarde vuelvan a encontrarse y reconocerse en un lugar como aquél? Remotas, muy remotas; y sin embargo ha sucedido. Lo que me lleva a pensar en lo inescrutable de la vida y el destino, Estrella.

jueves, 15 de agosto de 2013

Infierno verde

Como te decía en mi anterior carta, mi colega se ha pirado a la selva. Así que me encuentro ligeramente melancólico y francamente decepcionado de mí, del mundo o de la vida ¡vete a saber!
El único aliciente que suele tener la semana, es la carta que me llega cada viernes. Está sellada en Manaos. El sello es un flipe: Hay un mono subido a una palmera comiéndose un plátano mientras a sus pies discurre un río tumultuoso. En él de la carta anterior era un caimán el protagonista, y la precedente llevaba uno de pirañas nadando en un meandro. Todo un derroche de imaginación por parte del servicio de correos.
Ni que decir tiene, que el espíritu festivo y bullanguero que tenía en las semanas previas a su partida ha desaparecido por completo. El muy primo se siente atrapado, y sus ideas románticas y aventureras sobre la naturaleza salvaje, por no hablar de la de los duros y robustos trotamundos que recorren sus más profundos senderos, se han disipado entre el calor, la bruma; y el desasosiego continuo que le produce la tribu de los Pai Pai.
Para muestra bien vale un botón:

Sí tío, sí. Todas las tardes, después de cruzar el río, mientras cargamos en las mulas las jaulas con los monos que hemos capturado; y la noche comienza a enseñarnos sus garras, los presiento. Están ahí, entre la maleza. Siento sus ojos clavados en la nuca. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y, por un instante, dejo de oír los desesperados chillidos de los monos enjaulados que tanto inquietan a las mulas.”

Uno no se da cuenta del daño que hacen los idílicos documentales sobre la selva y la vida salvaje hasta que, como el julai de mi amigo, se lanzan a la aventura teniendo como principal referencia ese tipo de documentos, donde se soslayan o minimizan los riesgos inherentes a toda naturaleza exuberante y salvaje.
Fue Joseph Conrad uno de los primeros aventureros que, en su novela “El corazón de las tinieblas”, dio cuenta de los trastornos psíquicos que suelen padecer algunos occidentales a causa de una larga exposición al implacable sol de los trópicos. “La tarumba del equinoccio”, así la llamaban los conquistadores españoles que exploraron el río Amazonas buscando una quimérica ciudad de oro, como nos cuenta Ramón J. Sender en su novela “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”.
La Estación nº 5, próxima a la frontera colombiana, cerca de una de la innumerables cascadas de uno de los muchos afluentes del río Japurá, es la estación más remota y peligrosa de la Compañía; y está considerada la más rica en el recurso que explotan.
La Estación, como él la llama, es una explanada de casi tres hectáreas junto al hangar de una pista de aterrizaje. Una alta empalizada, rematada por una valla metálica, rodea todo el perímetro; y en medio, la torre de vigilancia y comunicaciones, que también hace las veces de torre de control para facilitar en aterrizaje de los aviones.
Mucho me temo, Estrella, que mi amigo, visto el ánimo decreciente que va mostrando en sus cartas, acabe por sucumbir psíquicamente en aquel infierno verde. Doce horas de selva diarias de lunes a sábado pueden acabar con cualquiera. Los jaguares, los caimanes, los mosquitos, las pirañas y los constantes chillidos de los monos; o los abruptos silencios, que no suelen auspiciar nada bueno, pueden hacerte polvo los nervios. 
Por no hablar de los Pai Pai y su proverbial puntería, que acechan desde las orillas con sus temidas cerbatanas. Sin duda, son los indígenas los que lo tienen sobrecogido, pues en su última carta, me cuenta cómo salió ileso de una emboscada:

Acabábamos de llegar a la orilla, donde nos esperaba un equipo con las mulas, cuando un enorme griterío procedente de la espesura me heló la sangre en las venas.  Me pareció ver que el denso follaje de los alrededores se agitaba, entonces, entre la muralla verde aparecieron las puntas de las cerbatanas. Salté rápidamente de la canoa y busqué refugio entre las mulas. No me dio tiempo a llegar hasta ellas. Un picotazo en el hombro me hizo caer de bruces. Mientras sacaba de su estuche la jeringuilla de atropina (el curare, al paralizar los músculos pectorales, mata por asfixia, así que una inyección a tiempo de este estimulante cardiaco suele salvarte la vida), ví al portugués tirarse al agua. 
No pude hacer nada por él, yacía inerme junto a la orilla a la espera de que la atropina hiciera todo su efecto, cuando un caimán cerró sus enormes mandíbulas sobre una de sus piernas y lo arrastro hacía el centro del río.
Una vez pude ponerme en pie, lo oí gritar por última vez mientras el agua hervía alrededor del caimán; lo que indicaba que las pirañas lo estaban devorando vivo…”


Sus fantasías románticas sobre la selva desaparecieron por completo aquella trágica tarde, desde entonces, va tachando los días en el pequeño almanaque que tiene clavado con chinchetas en la pared que hay junto a su litera.