sábado, 14 de diciembre de 2013

In memoriam*

Qué ligero te has ido. Qué rápido te fuiste, madre; fue doblar la esquina y ya no estabas. Tienes las manos tan frías y yo tantas cosas que decirte. Tanto lo trabajado y sufrido. Solo me queda recordarte, imaginarte cuando, después de mucho años, volvías a sonreír al mirarme  ¡Cuánto sufriste mi muerte prematura! Tienes las manos tan frías y yo tantas cosas que contarte…
Todavía recuerdo el día que te regalé un borrador de mi primer libro. La dedicatoria concisa y breve, entonces me miraste y me dijiste: -Eres más listo que los ratones coloraos. ¡Si supieras el vacío que has dejado! Te has ido al descuido, y yo tengo tanto que decirte.
De un plumazo ya no estás, tu incansable corazón se ha roto, un mundo se va con tu partida, y yo más solo, más ignoto. Tienes las manos tan frías, tan largo el silencio, que ya no puedo recobrarte; ya te fuiste. Un cuerpo ausente del que solo nos queda el aliento. ¡Qué lejos estás! ¿Por qué te fuiste?
Te has ido antes del alba ¿Por qué has de madrugar para todo? Nunca sabrás de mis últimas palabras, tienes las manos tan frías, tan lejos la mirada. Pobre de mí, condenado a escribir para quien no lo leerá.
Decirte adiós, hondo y ligero, a ti, qué tanto fuiste; está tan lejos. Una quimera. Traspasado el corazón de parte a parte, decirte adiós es regresarte.
Listo está Caronte, te espera para tu último viaje. Descartado el milagro, espero, frágil y salvaje; un mañana sombrío para hacerte el equipaje.
Doblan las campanas, listo el atrezo de tu despedida; y tienes las manos tan frías, tan desmadejadas. Tantas cosas que decirte, y las palabras son tan poco.
La he visto de nuevo, esta vez junto a tu cama, espera; siempre espera. Miro sus cuencas oscuras, le suplico. Mi hermana rompe a llorar ¿Por qué te vas? ¿Por qué te has ido? Nos dejas tan solos, tan perdidos.
Yaces inerte, los huesos moribundos. Una sombra a la izquierda de tu cama, tan sutil y tan presente. Te lloro a solas, ya sabes, como siempre.
Justo como empecé, mamá: escribo y lloro o lloro y escribo. Esta vez, la banda sonora la ponen las baladas de un joven Tom Waits. Rompen el silencio, acompañan mis pesares; ya sabes, como siempre.
Tu cocina vacía, y un viejo número de sopa de letras, ajado por el tiempo, guardados están en mi archivo de ausencias. Dejaré de verte los viernes. Todo se pierde, y la sangre llama a la sangre, lo sabes mejor que yo.
El dolor es inevitable y la felicidad una quimera, y aun así vivimos.
Levantar la copa y desearte buen viaje. Vas ideal, ligera de equipaje; y tan entera. Te va a ir muy bien, no temas.




* Para Manoli, mi madre.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Entre tinieblas (fragmento de Niebla)

Dos semanas más tarde, la luna proyectaba su luz sobre los tejados de una ciudad devorada por sus sombras; el espectáculo era sobrecogedor… La noche de la ciudad era un espectro de sí misma, y un viento helado hacía correr la hojarasca por las desiertas avenidas, transitadas únicamente por las luces amarillas de los vehículos de emergencias, que aullaban como lobos solitarios, rompiendo, de tanto en tanto, el lúgubre silencio de aquellas noches inacabables y sombrías donde reinaban las tinieblas.
A partir de aquella primera noche de oscuridad absoluta, cada mañana, desde la terraza, Andrés recorría con unos prismáticos el perfil marítimo de la ciudad para asegurarse de que el viejo carguero -rebautizado como Sant Jordi- seguía fondeado delante del puerto. Al sexto día, después de observar durante unos minutos el horizonte, dejó los binoculares sobre la mesa de la terraza y llamó a Inés.
-Toma, míralo tu misma –le dijo, dándole los gemelos. Lo más probable es que lo hayan atracado en el puerto y esté en uno de los muelles que no podemos ver desde aquí.
-Habrá que asegurase ¿No tienes un amigo en la revista esa… cómo se llama… El Vigía o algo por el estilo?
-Amigo mío no, amigo de Miquel. El viejo lobo parece una top model, tiene una agenda interminable.
-¿Dónde anda?
-Estará en La Astilla. El dueño del bar es un colega de la infancia.
-En realidad, no sé gran cosa de Miquel.
-¿No te contó nada tu tío?
-Poca cosa, aparte de recalcarme que era la persona en quién más confiaba del mundo.
-Miquel llevó una vida aventurera hasta que un accidente laboral lo dejó imposibilitado. De hecho, le pegaron un tiro en un bar del puerto de Orán. Después de aquello, le dieron una fuerte indemnización y lo jubilaron. Tras unos meses de trámites burocráticos relacionados con el asunto que lo sacó de España, vendió el piso que tenia en Marsella y volvió al barrio de su infancia. 
Tuvo que dejar el país mediado el 77, en plena Transición. Cursaba el último año de periodismo cuando “Billy el Niño” (un conocido torturador de la época) se pescó una historia para meter en el trullo a unos cuantos del grupo izquierdista en el que militaba. Uno de ellos era Miquel. Los montajes policiales eran moneda de cambio habitual en aquella época, Inés.
Su única opción era salir por patas inmediatamente, cosa que hizo; y, no me preguntes cómo ni por qué, pero acabó de oficial de información en la legión extranjera francesa.
Guapa, no te dejes engañar por los gestos de padrazo que se gasta contigo ni por su sillita de ruedas, puede llegar a ser un tipo muy peligroso.
Inés lo miró a los ojos -con la mirada risueña que parecía habérsele pegado al rostro en las últimas semanas- y le dijo: -Venga, vamos a tomar algo a La Astilla, invito yo. Hay que contarle las novedades.
-A estas alturas, me juego algo a que ya está enterado de lo del barco.
Cuando llegaron a La Astilla no había ni rastro de Miquel. El dueño del bar, un tipo larguirucho, carienjuto y cejijunto pasaba un trapo húmedo por una barra desierta.
 
(Anselmo -el dueño del bar- y Miquel, eran compañeros de correrías infantiles cuando a su barrio todavía no había llegado el urbanismo. Unas cuantas barriadas aquí y allá salpicaban el territorio, algunas pequeñas industrias que se habían atrevido a saltar la frontera de la Meridiana, los viejos talleres de RENFE junto a la tapia del cementerio de Sant Andreu, los lúgubres e imponentes pabellones del Manicomio, recortados tras los desconchados e interminables muros que lo circundaban; y las faldas de Collserola de patio trasero. El resto eran descampados, barrancos y maleza. Polvo en verano y barro en primavera y otoño. Todo un paraíso para dos niños inquietos como las moscas.)

-Anselmo, pon un orujo de hierbas y un té verde sin azúcar.
-Marchando. 
Si buscas a Ironside, se acaba de ir. Creo que iba al estanco, no tardará mucho.
Bañados por el tibio sol de media mañana que entraba por la gran cristalera que daba al paseo, Inés le contaba las dudas y el lento progreso del relato en el que estaba embarcada. Andrés, de vez en cuando asentía con la cabeza, hasta que, sorprendido, le hizo un gesto con la mano para que se detuviera; entonces le preguntó: -¿De verdad vas a poner eso? ¡Pero si fuiste tú la que…!
-Sí –cortó tajante-. Soltó una carcajada, se puso sería…, y, continuó: -Digas lo que digas queda mucho mejor así.
-El punto de vista me parece acertado. Es mejor contarlo desde el prisma de unos personajes concretos, de cómo lo perciben y afecta a sus vidas, que no de manera global, desde un ángulo más lejano; quizá más representativo y preciso, pero, por lo impersonal, más frío y carente de la tensión emocional que nos hace llegar hasta el final impacientes y curiosos, pues el destino de los personajes se ha convertido en nuestro destino.
-Todavía no tengo claro el final… ¿Que pasará con la ciudad, con todos ellos?
-Sea como sea, llegará dentro de poco.
Creo que la carta que trajiste está impregnada de la fatalidad de su autor. Tu tío, Inés, se enfrenta al fin de su vida, y es más que probable que este hecho haya afectado a su valoración de la situación; parece estar convencido de que algo saldrá mal y será la ciudad quien pague las consecuencias. Un psicólogo lo llamaría sustitución, proyección… o algo por el estilo.
La referencia a su tío pareció disgustar a Inés, que se levantó bruscamente y se acercó a la barra, pidió dos orujos, pagó las rondas y volvió a sentarse frente a Andrés al tiempo que le espetó: -¿Y a ti, qué te pasó con Laura?
Sin darle tiempo a responder, le dijo:-Mira a tu alrededor… ¿te parece normal? La gente parece agazapada, sale lo menos posible. Un miedo indefinible parece habernos poseído a todos. Un halo inquieto y sombrío se ha adueñado de la ciudad, recorre sus calles como un fantasma del que intuimos su presencia, pero, a pesar de sufrir sus efectos, sus consecuencias, nos negamos a ponerle la etiqueta de real, algo parecido a lo que la razón suele hacer con el inconsciente. La gente, aparentemente, parece creerse la tranquilizadora versión oficial, pero, al mismo tiempo, se comporta como si presintiera alguna amenaza que no alcanza a identificar…
-¡Coño, Inés! No eres solo una mirada atractiva con un culo interesante.
Es cierto, en mayor o menor medida a todos nos ha afectado, pero eso no contradice lo que dije antes, lo ratifica. Tu tío, quizá con doble motivo, el colectivo y el meramente personal, ha llegado a la conclusión de que la ciudad, como él, está atrapada, o se siente atrapada, que para el caso viene a ser lo mismo.
En cuanto a lo de Laura, me parece que no es el momento más adecuado para hablar del asun…
-Muelle Contradique Sur, en la terminal cementera. 
El tono resuelto y firme de Miquel resonó por todo el local, cortando en seco la voz de Andrés y desplazando la inquisitiva mirada de Inés hacía la izquierda para encarar al recién llegado.


martes, 29 de octubre de 2013

Compás de espera (fragmento de Niebla)

Los hechos fueron dando la razón a Castellví. Los plazos previstos en su carta se fueron cumpliendo. La tercera semana les tocó el turno a ellos, a las seis de la tarde su barrio se sumergía en las sombras hasta la mañana siguiente. 
Los medios dieron extensas explicaciones acerca del porqué de la declaración de estado de emergencia. Era la comidilla de todos los días.
Barcelona había superado la crisis provocada por un organismo hasta ahora desconocido, pero, con el fin de evitar futuros rebrotes, se la iba a someter a una desinfección preventiva barrio a barrio. 
Para hacer creíble esta versión, por las noches, la zona afectada por el apagón era recorrida por un verdadero ejército de cubas municipales cargadas con agua y un fuerte desinfectante. Los operarios, embozados en máscaras de gas y monos reflectantes de color butano; y equipados con mangueras a presión, recorrían la noche limpiando calle por calle, acera por acera…     
A pesar de  la buena disposición de los ciudadanos, ávidos por creerse cualquier versión tranquilizadora que les ofrecieran por inverosímil que pudiera parecer a primera vista, la ciudad, recelosa, yacía inmersa en un extraño estado de ánimo, ya no era una alegre ciudad mediterránea: las miradas apagadas, las conversaciones lacónicas, el gesto agazapado y furtivo. Caminaban presurosos de una tienda a otra. Una vez hechas las compras imprescindibles volvían a sus casas. Nadie paseando, parques desolados, autobuses vacíos, bares y comercios prácticamente desiertos. La ciudad enmudecía temerosa; y una sutil atmósfera de desaliento, de condenación, se iba adueñando del paisaje conforme el apagón avanzaba hacia el centro.
El enorme despliegue mediático afectó gravemente la credibilidad de los grupos ciudadanos que, no fiándose de las autoridades supuestamente competentes, habían estado recogiendo información por su cuenta. La red bullía de informaciones tendentes a socavar la credibilidad conseguida hasta ese momento, sistemáticamente eran tratados de “conspiranoicos antisistema” en el mejor de los casos.
Gracias a las atribuciones legales que otorgaba al gobierno la declaración de estado de emergencia, algunos de estos grupos fueron identificados y puestos a disposición judicial.


En el ático del Pº Valldaura, Miquel ordenaba y cifraba la información recogida durante los meses anteriores, Inés pasaba su tiempo delante del ordenador intentando relatar la crónica de todo aquello, las imágenes de una ciudad atrapada en un momento decisivo; y Andrés, que acababa de romper con Laura, solía pasear por las cercanas colinas de Collserola. Intentaban estar ocupados, era el único modo de sobrellevar el ominoso compás de espera que se cernía sobre la ciudad.
Eran conscientes del trabajo realizado durante los meses anteriores y de la poca credibilidad que se le estaba dando al mismo. Ésto generaba un cierto grado de frustración entre ellos, así que evitaban hablar del tema. Pero contaban los días como reos que esperan su sentencia. La fatalidad parecía haberse apoderado de ellos mucho antes de producirse -sí es que se producía-, rondaba sus vidas como un buitre acecha a un moribundo.
Por la noche solían salir a la terraza a contemplar la ciudad. El fulgor nocturno de lo que todavía parecía la Barcelona de siempre. Del ensanche hasta el mar todo era luz, el resto era tiniebla. A partir de las once entraba en vigor el toque de queda; y el ruido de la ciudad se apagaba progresivamente hasta convertirse en un leve susurro que solía dejar en las calles próximas alguna brigada de limpieza; y, desde la terraza, si se prestaba atención, de vez en cuando se oía, sordo y lejano, el motor de un FT-ALTEA patrullando las fantasmagóricas noches de aquel invierno.


Eran las dos de la mañana cuando se le acabó la batería al pequeño portátil de Inés. Hizo un mohín de disgusto, se desperezó caminando a oscuras hasta la cocina, sacó un mechero del bolsillo derecho de la bata, encendió la pequeña lámpara de gas, abrió el cajón de los cubiertos para coger una cucharilla, después se acercó a la nevera, abrió la puerta y sacó un yogurt. Volvió sobre sus pasos hasta llegar al perchero del pasillo, de donde cogió su colorido gorro de lana, se lo encasquetó y salió a la terraza.
Sentada en el pequeño banco de madera, la luz que salía de la cocina recortaba su perfil sobre el suelo de la terraza. Dejó el yogurt ya vacío en el banco, suspiró profundo y quedo, rompiendo un instante del silencio de ultratumba de aquella noche. Caminó hasta el pretil de la terraza, apoyó los codos sobre éste y buscó en el bolsillo superior de la bata, de donde extrajo un cigarrillo torpemente liado; lo encendió y dio tres profundas caladas, después miró hacía el cielo. La noche de la ciudad se había llenado de estrellas, justo encima de ella, la constelación de Orión espejeaba como nunca.  
Los, para entonces, traviesos ojos de Inés comenzaron a chispear, volvió hasta la mesa, apagó la colilla del canuto y se sentó de nuevo. Se recostó en el banco, abrió ligeramente las piernas e introdujo la mano izquierda dentro de la bata hasta llegar a las bragas, metió la mano por dentro de éstas y comenzó un suave movimiento giratorio. Tres minutos más tarde ardía como un volcán. Entró en la casa, dejó el gorro en el perchero, apagó la lámpara de la cocina y se abrió paso con el mechero hasta la siguiente puerta, entró, se quitó la bata, el pijama y las bragas…; y se metió en la cama de Andrés.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cita de internautas (qué bonito es el amor)

Y allí estaba, a las dos de la mañana buscándole el punto G con un cepillo de dientes a una obsesa sexual. Cómo he llegado a esto, con las mujeres estupendas que andan por ahí, me preguntaba mientras seguía sus complicadas instrucciones: ahora gíralo, sube y baja despacito, dale vueltas, para un poco y pásame la lengua…, sigue, sigue, no te pares…
Sin duda, el embriagador desparpajo de cuarentona follable que se gasta por la red había tenido la culpa. Estuve a punto de meterle el cepillo por el culo, pero me contuve. Paso, solo falta que le guste y me tenga dos horas más dándole vueltas.
Después de tres horas hurgando con el cepillo en aquél sexo inasequible al desaliento, el romanticismo que me quedaba yacía moribundo como una rata envenenada.
-¿Adónde vas?
-A beber agua, o lo que se tercie. De paso estiraré un poco la lengua. Necesito ventilarme, no quiero oler a coño toda la vida.
-Cari, por favor…, tráeme un güisquito cuando vuelvas. Con agua y un poco de hielo si no te importa.
Ya no daba órdenes, pedía las cosas. Todo un detalle. 
Al abrir la nevera para coger agua fría me topé con un ejemplar de pepino formato mágnum. La imagen de aquel pepino solitario rodeado de alcachofas me debió dar de lleno en el inconsciente, porque una sonrisa de colmillo se adueñó de mi rostro mientras lo lavaba bajo el chorro de agua de la fregadera. Un poco excesivo, pero con un poco de aceite del bueno…; de ése de la cooperativa que guarda para las ensaladas, es cosa hecha. Se va enterar de lo que vale un peine.
Durante cinco minutos apretó los dientes, pero luego fue coser y cantar. Adentro y afuera, yo cosía y ella cantaba. A grito pelado, pero cantaba.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Uno de indios (completo)

Es vergonzoso, han hecho falta dos cervezas y un par de petardos para ser capaz de empezar. El listillo de mi inconsciente ha sacado tu imagen y me la ha puesto delante de las narices.
¿Musa o distracción? Una pregunta a la que le he dado vueltas y más vueltas.
“Tus lindos ojos van y vienen…” con ese verso empezó a gestarse la pregunta…
Ahora mismo ando con lo de Niebla, y de pronto salta tu imagen como empujada por misterioso resorte.
“Uno treinta y sinco…” Como camarera tengo que reconocer que casi siempre te portaste bien, pero…, desde los días que solía pedirte un descafeinado por la mañana, hasta ahora, que Niebla se esconde porque acaba mal; y habéis intercambiado papeles porque es una historia sombría y necesito una pausa y una sonrisa, ha llovido mucho. 
¡Qué tiempos aquellos! Cuando un poema podía estar al servicio de dos musas al mismo tiempo. Patricia, al menos, era capaz de valorarlo; y alguno me agradeció como solo una mujer puede hacerlo. Lástima que estaba como una cabra, cuando le daba un chungo era capaz de ponerte los pelos de punta.
Los cuentos de La Estrella y El Vagabundo en realidad los escribió un colega mío. Un tipo romántico que ama la literatura norteamericana del siglo pasado y envidia los relámpagos de lucidez de Poe. Un tipo raro. Es un peligro, le gustas demasiado. No te lo recomiendo.
Hizo de negro para mi, a qué negarlo. Me aproveché de cierta primacía que tengo sobre él para sacarle algo más de treinta páginas y unos cuantos poemas por unos pocos pavos. Lo utilice vilmente, soy un fraude. Es mejor que lo sepas.
El corazón usa las palabras para modular tu ausencia. Te traen a mí. Y te envuelven como una mosquitera ciñe el lecho, donde, al abrigo de miradas indiscretas, te desnudas sin pudor a sabiendas de que solo puedo entrever las curvas de tus perfiles tras los velos del lenguaje y la memoria.
Quizá en un par semanas me vaya por tres meses. Es posible que me contraten para capar monos en la selva amazónica por cuenta de una compañía farmacéutica. Solo contratan tíos porque, según ellos, hacen el trabajo con más cuidado que las mujeres. Al parecer, el cojón de mono contiene altas concentraciones de una hormona muy preciada y hay que tratarlo con cuidado. Se congelan recién extirpados y se envían a Europa por avión usando una pista clandestina abandonada por los narcotraficantes de la zona. 
El babuino enano de la Amazonia es venerado por los indígenas del lugar, así que la tribu de los Pai Pai le tiene declarada la guerra a la compañía. Esto convierte el trabajo en duro y peligroso, pero bien pagado. 
Ahora mismo, estoy lleno de ronchas por culpa de las vacunas que me han puesto. Me han vacunado para enfermedades que ni siquiera sabía que existían.
Por último, quiero decirte que, si palmo por culpa de un dardo envenenado con curare -los cabrones de los Pai Pai son maestros en esa técnica-, mi último pensamiento será para ti.
Dispuesta a devorarme al menor descuido, la selva procelosa me espera. 





Como te decía en mi anterior carta, mi amigo se ha pirado a la selva. Así que me encuentro ligeramente melancólico y francamente decepcionado de mí, del mundo o de la vida ¡vete a saber!
El único aliciente que suele tener la semana, es la carta que me llega cada viernes. Está sellada en Manaos. El sello es un flipe: Hay un mono subido a una palmera comiéndose un plátano mientras a sus pies discurre un río tumultuoso. En él de la carta anterior era un caimán el protagonista, y la precedente llevaba uno de pirañas nadando en un meandro. Todo un derroche de imaginación por parte del servicio de correos.
Ni que decir tiene que, el espíritu festivo y bullanguero que tenía en las semanas previas a su partida ha desaparecido por completo. El muy primo se siente atrapado, y sus ideas románticas y aventureras sobre la naturaleza salvaje, por no hablar de la de los duros y robustos trotamundos que recorren sus más profundos senderos, se han disipado entre el calor, la bruma y el desasosiego continuo que le produce la tribu de los Pai Pai.
Para muestra bien vale un botón:

“Sí tío, sí. Todas las tardes, después de cruzar el río, mientras cargamos en las mulas las jaulas con los monos que hemos capturado; y la noche comienza a enseñarnos sus garras, los presiento. Están ahí, entre la maleza. Siento sus ojos clavados en la nuca. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y, por un instante, dejo de oír los desesperados chillidos de los monos que tanto inquietan a las mulas.”

Uno no se da cuenta del daño que hacen los idílicos documentales sobre la selva y la vida salvaje hasta que, como el julai de mi amigo, se lanzan a la aventura teniendo como principal referente ese tipo de documentos, donde se soslayan o minimizan los riesgos inherentes a toda naturaleza exuberante e indómita.
Fue Joseph Conrad uno de los primeros aventureros que, en su novela “El corazón de las tinieblas”, dio cuenta de los trastornos psíquicos que suelen padecer algunos occidentales a causa de una larga exposición al implacable sol de los trópicos. “La tarumba del equinoccio”, así la llamaban los conquistadores españoles que exploraron el río Amazonas buscando una quimérica ciudad de oro, como nos cuenta Ramón J. Sender en su novela “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”.
La Estación nº 5, próxima a la frontera colombiana, cerca de una de la innumerables cascadas de uno de los muchos afluentes del río Japurá, es la estación más remota y peligrosa de la compañía; y está considerada la más rica en el recurso que explotan.
La Estación, como él la llama, es una explanada de casi tres hectáreas junto al hangar de una pista de aterrizaje. Una alta empalizada, rematada por una valla metálica rodea todo el perímetro; y en el centro, la torre de vigilancia y comunicaciones, que también hace las veces de torre de control para facilitar en aterrizaje de los aviones.
Mucho me temo, Estrella, que mi amigo, visto el ánimo decreciente que va mostrando en sus cartas, acabe por sucumbir psíquicamente en aquel infierno verde. Doce horas de selva diarias de lunes a sábado pueden acabar con cualquiera. Los jaguares, los caimanes, los mosquitos, las pirañas y los constantes chillidos de los monos; o los abruptos silencios, que no suelen auspiciar nada bueno, pueden hacerte polvo los nervios. 
Por no hablar de los Pai Pai y su proverbial puntería, que acechan desde las orillas con sus temidas cerbatanas. Sin duda, son los indígenas los que lo tienen sobrecogido, pues en su última carta, me cuenta cómo salió ileso de una emboscada:

Acabábamos de llegar a la orilla, donde nos esperaba un equipo con las mulas, cuando un enorme griterío procedente de la espesura me heló la sangre en las venas.  Me pareció ver que el denso follaje de los alrededores se agitaba, entonces, entre la muralla verde aparecieron las puntas de las cerbatanas. Salté rápidamente de la canoa y busqué refugio entre las mulas. No me dio tiempo a llegar hasta ellas. Un picotazo en el hombro me hizo caer de bruces. Mientras sacaba de su estuche la jeringuilla de atropina (el curare, al paralizar los músculos torácicos, mata por asfixia, así que una inyección a tiempo de este estimulante cardiaco suele salvarte la vida), ví al portugués tirarse al agua. 
No pude hacer nada por él, yacía inerme junto a la orilla a la espera de que la atropina hiciera efecto, cuando un caimán cerró sus enormes mandíbulas sobre una de sus piernas y lo arrastro hacía el centro del río.
Una vez pude ponerme en pie, lo oí gritar por última vez mientras el agua hervía alrededor del caimán; lo que indicaba que las pirañas lo estaban devorando vivo…”

Sus fantasías románticas sobre la selva desaparecieron por completo aquella trágica tarde, desde entonces, va tachando los días en el pequeño almanaque que tiene clavado con chinchetas en la pared que hay junto a su litera.






Tras varias semanas de silencio, ayer, Estrella, recibí dos cartas juntas desde Manaos.
Ya han llegado las lluvias, y el Japurá se ha desbordado. Las múltiples bocas del río, que forman un intrincado delta en la frontera colombiana, han dado paso a un pantanal de cientos de kilómetros cuadrados que se extiende alrededor del pequeño altiplano del campamento. 
El lodo y los intensos chaparrones le han complicado el trabajo, pero no hay mal que por bien no venga, ya que no le dejan tiempo para pensar en el horrible destino del portugués.
Solo bajan de la piragua cuando se aproximan a una de las trampas. Con el agua hasta la cintura, sacan de la trampa al animal, lo meten en una de las jaulas y vuelven a montar la trampa uno metros más allá. Es un trabajo peligroso y agotador. Hay que estar atento cuando se salta al agua, puede haber caimanes. Están por todas partes. Se dan un festín en la estación de las lluvias con los animales que se han ahogado sorprendidos por la inundación.
Se turnan al timón mientras se quitan las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo; y huele a muerto, a selva y a repelente para mosquitos.
Flotando, desciende por el río una mula hinchada por la descomposición. Es la que perdieron la semana pasada cuando los sorprendió la tormenta junto a un regato insignificante al pie de una pequeña colina. Cuando quisieron darse cuenta el inocente regato se había llevado la mula a tomar por culo. Cuatro gallinazos posados encima de su cadáver, disputan ahora por comerse sus partes más blandas. 
A pesar del potente motor de la canoa, es imposible cruzar el caudal principal del Japurá. El río arrastra multitud de árboles y maleza a una velocidad de vértigo, por lo que sus salidas se han tenido que limitar al área inundada de la margen derecha del río.
Todos los días, al caer la tarde, una lluvia torrencial se apodera de su mundo. La espesa cortina de agua ahoga la banda sonora de la selva y se adueña del paisaje, y el río se alborota y carga de bravura; es el momento de dejarlo hasta la mañana siguiente.

Me desperté temblando y muerto de frío. Alguien llega y me toma la temperatura. No estoy en mi litera. Una habitación blanca con cuatro camas.
El tipo de la cama de enfrente delira. ¡Mierda! La fiebre de los pantanos.
-Veo que por fin ha despertado. Lleva varios días delirando. Anteayer creí que se nos iba…, se puso usted verde; pero entonces me dije: ¡Por mis cojones! ¡Aquí no se le muere nadie a Eliades Santamaría! Le hice tomar una poción de ayahuasca..., y aquí está de nuevo. Cuente, cuente… ¿Cómo le fue la purga? ¿Quién es la muchacha; “la morenita de bote”, como usted la llama?
Los ojos enrojecidos y abiertos como platos, y la mirada inquieta y obsesiva de un neurótico; me dije al ver la jeta del médico justo antes de perder el sentido”. 


Estrella, seguramente te preguntarás qué clase de médico se apunta a trabajar en un agujero inmundo de una selva remota. Sin duda uno muy especial. Hacer lo que hace en aquella puñetera selva es lo que, me parece, debe dar sentido a su vida.
Pero ha sido una suerte para el julandrón de mi amigo. El Dr. Santamaría estudió en Barcelona. Hizo la residencia en el hospital del Valle Hebrón, donde había oído hablar de mi amigo a raíz de que éste fue víctima de un raro efecto secundario durante un largo y peligroso tratamiento médico que coincidió en el tiempo con su residencia.
En fin, han hecho buenas migas, y el doctor se puso pesado con el director de la estación hasta conseguir que mi amigo fuera destinado a la enfermería (al enfermero anterior le dio un yuyu semanas atrás. Salió corriendo dando gritos del campamento y desde entonces está desaparecido).
¿Qué probabilidades hay de que dos personas de mundos tan diferentes, años más tarde vuelvan a encontrarse y reconocerse en un lugar como aquél? Remotas, muy remotas; y sin embargo ha sucedido. Lo que me lleva a pensar en lo inescrutable de la vida y el destino, Estrella.





Después de tres semanas sin noticias, Estrella, me han llegado dos cartas más de la selva. Dos larguísimas cartas, por cierto.
El nivel de las aguas ha bajado ligeramente, dejando tras de si inmensos barrizales y cuatro casos de malaria que han tenido que ser evacuados en helicóptero (la pista de aterrizaje continua hecha un barrizal impracticable para los aviones). 
La época de apareamiento del babuino no durará mucho más. Los tipos del  laboratorio trabajan a destajo. A los babuinos, después de pasar la cuarentena, se les hacen análisis de sangre. A los que son declarados no aptos se les suelta inmediatamente, al resto se les extrae el semen con el que después se insemina a las hembras. Luego, en una sencilla y casi indolora  maniobra, se les extirpan los testículos, que, al igual que el semen, se congelan de inmediato. Cada dos días, si la lluvia no lo impide, un helicóptero trae suministros y se lleva las muestras a Manaos.
El médico, tan pronto está dicharachero y risueño como se sumerge durante días en solitarias cavilaciones, que lo hacen pasear constantemente murmurando un incomprensible soliloquio.
Mi amigo, en cambio, cuando su labor se lo permite, lo escribe casi todo,
como indica el siguiente fragmento de una de las sesiones de psicoterapia que forma parte del tratamiento en el que lo ha embarcado el doctor Santamaría:
 
Amigo mío, es usted la primera persona que conozco que ha sobrevivido al curare de los Pai Pai. Conservó la calma el tiempo suficiente para inyectarse la atropina. Ha corrido la voz por el campamento, y estoy convencido de que los Pai Pai que los atacaron deben considerarlo un ser de otro mundo.
Por estos parajes no se adentran muchos occidentales que digamos. Si descontamos los gilipollas de los documentales que suelen estar el tiempo justo para sacar unas imágenes idílicas que luego se puedan vender bien, se podrían agrupar en cuatro categorías: Los científicos, los aventureros, los parias y los lunáticos.
Yo, en gran medida pertenezco a la primera, pero si incluimos a los místicos en la categoría de los lunáticos también debo pertenecer, aunque en menor proporción, a esta categoría.
¿A cuál se vincula usted?
-Pues no sabría decirle…, quizá tenga un poco de cada una de las tres últimas, pero tampoco es que lo tenga claro…
-¿Por qué vino usted?
-Creo que por la pasta.
-Dinero se puede ganar en casi todas partes. Le repito: ¿por qué vino?
-Quería dejar cosas atrás, olvidar a alguien, emborracharme de la exhuberancia y crudeza de este lugar, admirar la belleza incomparable de la naturaleza, en fin, para mí, el aspecto estético también cuenta. Supongo que la oportunidad también, conozco a un tipo que trabaja en la empresa farmacéutica que hace los ensayos.
-Vaya. Un romántico. 
Los que buscan y los que huyen hacen lo mismo, porque son lo mismo. Gente inquieta y difícil de contentar con grandes miedos o pasiones que los persiguen toda la vida. Que suspiran por lo que perdieron, pero incapaces de conservar lo que han conseguido.
Cuando vea que empiezo ha irme por la tangente déme un toque, no se corte.
Verá, en mi caso, podemos decir que he conseguido aunar estas dos facetas mías, aparentemente contradictorias, en el trabajo que me retiene aquí largas temporadas, y como usted, la pasta que gano me permite seguir adelante con mis estudios etnobotánicos. Sin asomo de pedantería, le puedo asegurar que, por estudios y tradición, soy un experto en la flora medicinal de esta parte del mundo. Ya ve, yo también busco.
¿No habrá venido buscando el colocón definitivo?
-No. Al menos, no conscientemente.
-La vida nos va dejando heridas en el alma.
-¿Es usted poeta?
-Todos tenemos sueños inalcanzables, así que podría decirse que todos lo somos.
-¿En condicional?
-No me maree con sutilezas lingüísticas. Aquí el que pregunta soy yo. Intento ayudarle, recuerda.
¿De verdad lo piensa escribir todo?
-Desde luego.
-En fin, si le es de alguna utilidad. Pero no le arriendo la ganancia, menudo curro. Es el primer paciente que tengo que toma notas de las sesiones. Ya me las pasará. Probablemente contendrán información relevante.
¿Sigue teniendo pesadillas?
-Sí, pero menos frecuentes. La imagen de la bota del portugués entre las fauces del caimán con el agua hirviendo a su alrededor es algo que no olvidaré nunca.
-Debió ocultarse en el fondo de la canoa. Era más seguro que saltar al agua. Fue su decisión, no la de usted… ¿Acaso se siente responsable? 
Le recuerdo que usted reaccionó rápido y bien. Por eso está aquí. No tuvo oportunidad de ayudarlo. Así es la vida en todas partes, solo que aquí estos aspectos de la existencia se hacen más evidentes. La vitalidad y la fragilidad de la vida, aquí donde estamos, son moneda de cambio habitual. Lo vemos todos los días. Aunque solemos soslayar que nosotros también formamos parte de ese esquema.
Sus pesadillas son el mundo de los Pai Pai. Son el hogar de los indígenas. La selva les da cobijo, alimento, medicina y una visión del mundo. Cuando ande por ahí debe sentirse uno más de ese mundo. Sienta la selva. Eso no le va a garantizar nada, pero se sentirá mejor…
El próximo día sería conveniente tener una sesión de hipnosis ¿Qué le parece?
 

Algunos días sale con el doctor, surcan remando el pantanal en una pequeña piragua indígena, de fácil gobierno en aquél laberinto; donde la pericia y el conocimiento del terreno que demuestra su mentor, hacen, de una ruta imposible, una grata y fructífera experiencia. A veces bajan de la piragua para recoger alguna planta, y el doctor le habla de su morfología, de su habitat, y, sobre todo, de sus propiedades, ya sean farmacológicas o nutricionales.
En fin, Estrella, afortunadamente, poco a poco va recuperando el sosiego perdido en las orillas del turbulento Japurá.







Contra todo pronóstico, Estrella, el pupas de mi amigo llegó sano y salvo a Manaos. Después de quince días de silencio, la semana pasada volví a tener noticias suyas; aunque esta vez no fue una carta, sino un largo archivo adjunto a un correo electrónico. 
Vuelve con una garra disecada que pone los pelos de punta -ha mandado una foto- y un dardo de los Pai Pai con el que dice se hará un colgante. No sé, parece algo pillado. En fin, hasta que no lo vea.
Después de leer su carta estaba francamente preocupado, y decidí averiguar quién era el doctor Santamaría. ¡Hay qué ver lo que se puede llegar a saber sobre alguien con solo un nombre, una profesión y un país! 
Tirado, estuvo tirado. Cuando puse nombre y profesión en la web de la universidad de Lima, me dio una sola referencia de la facultad de Antropología, donde Eliades impartía clases de etnobotánica en un master de postgrado.
Hijo de un antropólogo y de una india del grupo tribal de la amazonia peruana Shipibo Conibo fallecidos prematuramente, pasó su infancia con sus abuelos paternos, salvo durante las vacaciones escolares que solía pasar en la selva, a cargo de sus abuelos y tíos indígenas. Su abuelo materno era un reconocido chamán, cuyo linaje se perdía en la noche de los tiempos.
Cuando, cumplidos los dieciocho y gracias a una beca de la UNESCO, vino a estudiar medicina a Barcelona, Eliades era ya todo un experto en el uso de  plantas medicinales y enteógenos de la Amazonia.
Una vez concluidos los estudios de psiquiatría y psicología volvió a su país, donde continuó sus estudios en la universidad de Lima, esta vez sobre enfermedades tropicales. Cursos que se pagó dando clases de etnobotánica.
Comprometido con sus raíces indígenas, fue uno de los impulsores de los estudios conjuntos entre chamanes y médicos sobre las propiedades de algunas plantas de la selva amazónica. Estudios que, gracias al apoyo de los gobiernos peruano y brasileño, avanzan a buen ritmo.
Tras leer aquel currículo me tranquilicé, mi amigo, por más desnortado que pudiera estar, había estado en buenas manos.
Durante las tres últimas semanas, se había ido marchando personal y desmontando instalaciones. Primero sus compañeros los tramperos, las mulas y el personal responsable de ellas, luego se soltaron los monos y se fue el personal veterinario y todo su instrumental, después le tocó el turno a los encargados del mantenimiento de los motores de las canoas y los generadores eléctricos y a gran parte del personal de cocina y comedor.
Apenas un mes antes eran alrededor de doscientas personas, y ahora no pasaban de quince. Personal de seguridad, el director, dos administrativos, un cocinero, un guía indígena, el médico y él mismo.
Que todavía estuviera allí era un hecho insólito. No cumplía ninguna función esencial y no veía razón alguna para ello.
Todas las mañanas el doctor marchaba con su canoa, y volvía al atardecer cargado con un cesto lleno de bayas y frutos, que primero clasificaba y después ponía a secar. Luego subía al despacho del director, donde solía quedarse hasta la hora de la cena.
Cuando no acompañaba al doctor en sus excursiones botánicas, pasaba el día embalando material médico, escribiendo en su libreta y matando zancudos con un matamoscas de plástico que había encontrado al desmontar una de las camas de la enfermería.
Interrogó al médico por la utilidad de su permanencia en La Estación, y éste le respondió diciéndole que no se preocupara, que esa semana extra de Amazonia estaría bien remunerada. Todo se aclararía a su llegada a Manaos. Y, le recordó: Todavía tenemos pendiente una sesión de yagé que podría ser importante para mejorar su equilibrio emocional.
Por fin, a las cuatro de la tarde del jueves, el helicóptero se llevó al personal restante y el material de oficina. Volvería a la mañana siguiente a recogerlos. Se habían quedado solos en la inmensidad verde.
Las horas previas al anochecer las pasaron embalando cuidadosamente las muestras recogidas durante la semana, empaquetando archivos y el material médico más delicado.
A partir de aquí, nada mejor que sus palabras, Estrella:  

Era noche cerrada, y cuando llegamos al hangar dos indígenas custodiaban el fuego. Los miré con atención. Aquellos hombres bajitos y fornidos, de ojos vivos y astutos, exudaban una gran vitalidad. El más joven iba descalzo, llevaba un corto pantalón de deporte de la selección brasileña y una raída camiseta donde aún se podía entrever el logotipo de la Standard Oil, a un lado de la cintura, y colgando de un cinturón trenzado con fibras secas de ayahuasca, una magnífica garra de águila harpía le proporcionaba un aspecto inquietante y feroz. El más viejo llevaba unas playeras y una especie de túnica raída que le llegaba hasta media pantorrilla. Lucía un collar de donde colgaban grandes plumas grises, sin duda una manifestación de su estatus dentro de la tribu. Si no fuera porque las arrugas que le surcaban el rostro lo delataban, podría haber tenido cualquier edad. Ojos oscuros y profundos, la mirada insondable y una sonrisa apenas dibujada.
Mientras Eliades y el hombre viejo conversaban, volví a mirar la inquietante garra que colgaba de la cintura del más joven, que, al igual que yo, parecía sentirse un poco incomodo o fuera de lugar.
Una garra de cerca de quince centímetros. La formidable garra amarilla y las enormes y afiladísimas uñas negras, hablaban de la rapaz más grande de la selva. Robusta, de alas grises, cuerpo blanco y cuello negro; anida en las copas de los grandes árboles y se alimenta principalmente de animales arborícolas. Con menos envergadura de alas que otras rapaces de similar porte, es capaz de volar con gran maestría bajo las copas de los árboles, su principal terreno de caza.
El indio viejo hizo los honores. Introdujo la mano en un saco que había junto al fuego y extrajo un pequeño cuenco de madera. Escupió dentro y luego lo limpió con la yema del pulgar. Se acercó de nuevo al petate y sacó una botella de vidrio que contenía un líquido parduzco con la viscosidad de un jarabe. Llenó el cuenco y se lo ofreció a Santamaría, después bebió él, luego me tocó el turno a mí, y por último al indio de la gran garra amarilla.
Nos sentamos sobre unos troncos alrededor de una pequeña hoguera, entonces el doctor nos presentó:
Señalándome con un ademán se dirigió a los indígenas en su lengua, asintieron, después, mirando al más viejo, me dijo: Etnoki, chamán de los Pai Pai, luego, en tono socarrón, continuó: el que queda, enfermero, se llama Kinate, y es el dueño del dardo que guardas en la enfermería.
Al ver mi estupefacción todos se echaron a reír. Entonces Kinate se levantó, desanudó el cordón de su cintura, me miró fijamente a los ojos y dijo unas palabras, después me lo ofreció. Miré a Santamaría, que asintió con la cabeza. No quedaba más que corresponder, saqué mi vieja y entrañable navaja suiza y se la di. El viejo reía y se golpeaba los hombros con las manos.
-¿Qué ha dicho?
-Ha dicho que él es un gran cazador y usted un hombre valiente.
La cocción que acabamos de tomar es una mezcla propia de los chamanes del bajo Japurá.
“Las ceremonias de ayahuasca se realizan por las noches. La oscuridad causa una profunda reacción en el cuerpo, mente, emociones y espíritu, permitiéndonos confrontar y conquistar nuestros miedos más profundos, revitalizar energías vitales y despertar un nivel superior de conciencia. La idea es abrir el camino hacia nuestro “maestro interior”. 
A la ayahuasca –continuó- se le da un origen sagrado. Para mi pueblo el origen es mágico, se cuenta que la liana fue un hombre del cielo y la chacruna una mujer linda de la tierra que se casaron, y al morir, hicieron el juramento que juntos siempre enseñarían y curarían a los seres humanos, de la tumba del hombre nació la liana de ayahuasca y de la tumba de la mujer nació la chacruna”. Para ciertos pueblos de la Amazonia, la liana de ayahuasca “es la que da la fuerza y la chacruna la visión.
A partir de la conexión con los mundos mágicos y espirituales en los que nos sumerge la ayahuasca, se adquiere conciencia de la existencia en su verdadero significado. Es una experiencia mística subliminal, en la que el ser humano consciente puede modificar la esencia de su ser…”
Llegó un momento en que dejé de oírlo…, me acerqué a Kinate, que, algo perplejo, hurgaba en la navaja; se la cogí de las manos para enseñarle sus utilidades, pero…, de repente, comencé a marearme y a sudar profusamente. 
Poco después sentí vértigo y todo comenzó a dar vueltas. Acabé a cuatro patas y con unas fuertes náuseas que me hicieron echar la papilla. Intenté levantarme, pero no pude. Destellos verdes y amarillos a mi alrededor, giré la cabeza a un lado y, de pronto, un punto negro avanzó rápidamente hasta que se me tragó. Era Eliades, que se había interpuesto entre el fuego y yo. Conseguí ponerme en pie, pero era incapaz de caminar, parecía estar clavado al suelo, en aquel momento comencé a oír el canto de un ave nocturna. De hecho, no lo escuchaba, lo veía. Me volví hacía los demás e intenté decirles que me estaba pasando algo muy raro, podía ver la música; pero de mi boca solo salieron ruidos desarticulados. Intentaba decir: “Es horrible, no sé que me sucede”, lo intenté en varias ocasiones, y por fin, unos minutos más tarde, en vez de eso, como el que lee en un libro, vi salir las palabras de mi boca una tras otra. Ví sus risas perderse a través de la selva. Ví el sonido de unos pasos que se acercaban hasta que unas playeras fosforescentes se pararon delante de mis pies. Con una mano, Etnoki se apoderó de mi nuca, y con la otra me dio un golpe seco en la frente. A partir de ese momento salió de mi boca un torrente inagotable de palabras: danzaban, caían, saltaban, daban vueltas, desaparecían, volvían a aparecer. Al poco, comenzaron a fundirse lentamente, trocándose en imágenes; y éstas giraron y giraron y cogieron velocidad hasta convertirse en un vórtice que se me tragó, y el tiempo se detuvo; y las palabras dejaron de tener significado…
Desperté de golpe. El doctor Santamaría me había arrojado agua en la cara con una vieja lata del hangar. Llovía a cántaros, y los Pai Pai habían desparecido.
-Son las ocho de la mañana y pronto despejará. Tenemos el tiempo justo de darnos una ducha y revisar el embalado de todos los instrumentos.
-Espere, espere, he de contar…
-Es tu experiencia y es solo para ti –dijo, cruzando sus labios con el dedo índice. Solo Etnoki podría escucharte, y dudo mucho que se prestara a ello. Tienes toda la vida para hallar su significado.
Vamos, apúrate, el helicóptero estará aquí en una hora.
Era la primera vez que me tuteaba.”
 

Muy cortésmente, después de despegar el piloto voló en círculo por encima del campamento para darles la oportunidad de verlo por última vez. Luego puso rumbo al Japurá. Cuatro minutos más tarde volaban sobre su curso río abajo. 
Aquel viaje le regaló las imágenes más hermosas de su estancia en la  Amazonia. Aquel verde exuberante y profundo era inofensivo y hermoso visto desde las alturas, una experiencia exclusivamente estética. Nada que  ver con la palpitante emoción de recorrer sus senderos o remar por sus aguas.
Después de dos horas de vuelo dejaron atrás el Japurá y tomaron el curso del colosal Amazonas, que los llevaría directos a Manaos. Tras sobrevolar la inmensa y oscura boca de Río Negro se dibujaron en el horizonte los grandes edificios de la ciudad…  
Ya han pasado unos días, Estrella, y me extraña que aún no esté por aquí. Aunque, pensándolo bien, lo más probable es que se haya detenido en París, pues me comentó en su carta las ganas que tenía de visitar la vieja librería donde -sospecha- todavía ronda el espíritu nómada de los beats.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Yagé (último capítulo de "Uno de indios")

Contra todo pronóstico, Estrella, el pupas de mi colega llegó sano y salvo a Manaos. Después de quince días de silencio, la semana pasada volví a tener noticias suyas, aunque esta vez no fue una carta, sino un largo archivo, adjunto a un correo electrónico. Vuelve con una garra disecada que pone los pelos de punta -ha mandado una foto- y un dardo de los Pai Pai con el que dice se hará un colgante. No sé, parece algo pillado. En fin, hasta que no lo vea.
Después de leer su carta estaba francamente preocupado y decidí averiguar quién era el doctor Santamaría. ¡Hay qué ver lo que se puede llegar a saber sobre alguien con solo un nombre, una profesión y un país! 
Tirado, estuvo tirado. Cuando puse nombre y profesión en la web de la universidad de Lima, me dio una sola referencia de la facultad de Antropología, donde Eliades impartía clases de etnobotánica en un master de postgrado.
Hijo de un antropólogo y de una india del grupo tribal de la amazonia peruana Shipibo Conibo fallecidos prematuramente, pasó su infancia con sus abuelos paternos, salvo durante las vacaciones escolares que solía pasar en la selva, a cargo de sus abuelos y tíos indígenas. Su abuelo materno era un reconocido chamán, cuyo linaje se perdía en la noche de los tiempos.
Cuando, cumplidos los dieciocho y gracias a una beca de la UNESCO, vino a estudiar medicina a Barcelona, Eliades era ya todo un experto en el uso de  plantas medicinales y enteógenos de la Amazonia.
Una vez concluidos sus estudios de psiquiatría y psicología volvió a su país, donde continuó sus estudios en la universidad de Lima, esta vez sobre enfermedades tropicales, cursos que se pagó dando clases de etnobotánica.
Comprometido con sus raíces indígenas, fue uno de los impulsores de los estudios conjuntos entre chamanes y médicos sobre las propiedades de algunas plantas de la selva amazónica. Estudios que, gracias al apoyo de los gobiernos peruano y brasileño, avanzan a buen ritmo.
Tras leer aquel currículo me tranquilicé, mi amigo, por más desnortado que pudiera estar, había estado en buenas manos.
Durante las tres últimas semanas, se había ido marchando personal y desmontando instalaciones. Primero sus compañeros los tramperos, las mulas y el personal responsable de ellas, luego se soltaron los monos y se fue el personal veterinario y todo su instrumental, después le tocó el turno a los encargados del mantenimiento de los motores de las canoas y los generadores eléctricos y a gran parte del personal de cocina y comedor.
Apenas un mes antes eran alrededor de doscientas personas, y ahora no pasaban de quince. Personal de seguridad, el director, dos administrativos, un cocinero, un guía indígena, el médico y él mismo.
Que todavía estuviera allí era un hecho insólito. No cumplía ninguna función esencial y no veía razón alguna para ello.
Todas las mañanas el doctor marchaba con su canoa, y volvía al atardecer cargado con un cesto lleno de bayas y frutos, que primero clasificaba y después ponía a secar. Luego subía al despacho del director, donde solía quedarse hasta la hora de la cena.
Cuando no acompañaba al doctor en sus excursiones botánicas, pasaba el día embalando material médico, escribiendo en su libreta y matando zancudos con un matamoscas de plástico que había encontrado al desmontar una de las camas de la enfermería.
Interrogó al médico por la utilidad de su permanencia en La Estación, y éste le respondió diciéndole que no se preocupara, que esa semana extra de Amazonia sería bien remunerada. Todo se aclararía a su llegada a Manaos. Y, le recordó: todavía tenemos pendiente una sesión de yagé que podría ser importante para mejorar su equilibrio emocional.
Por fin, a las cuatro de la tarde del jueves, el helicóptero se llevó al personal restante y el material de oficina. Volvería a la mañana siguiente a recogerlos. Se habían quedado solos en la inmensidad verde.
Las horas previas al anochecer las pasaron embalando cuidadosamente las muestras recogidas durante la semana, empaquetando archivos y el material médico más delicado.
A partir de aquí, nada mejor que sus palabras, Estrella:  

Era noche cerrada, y cuando llegamos al hangar dos indígenas custodiaban el fuego. Los miré con atención. Aquellos hombres bajitos y fornidos, de ojos vivos y astutos, exudaban una gran vitalidad. El más joven iba descalzo, llevaba un corto pantalón de deporte de la selección brasileña y una raída camiseta donde aún se podía entrever el logotipo de la Standard Oil, a un lado de la cintura, y colgando de un cinturón trenzado con fibras secas de ayahuasca, una magnífica garra de águila harpía le proporcionaba un aspecto inquietante y feroz. El más viejo llevaba unas playeras y una especie de túnica raída que le llegaba hasta media pantorrilla. Lucía un collar de donde colgaban grandes plumas grises, sin duda una manifestación de su estatus dentro de la tribu. Si no fuera porque las arrugas que le surcaban el rostro lo delataban, podría haber tenido cualquier edad. Ojos oscuros y profundos, la mirada insondable y una sonrisa apenas dibujada.
Mientras Eliades y el hombre viejo conversaban, volví a mirar la inquietante garra que colgaba de la cintura del más joven, que, al igual que yo, parecía sentirse un poco incomodo o fuera de lugar.
Una garra de cerca de quince centímetros. La formidable garra amarilla y las enormes y afiladísimas uñas negras, hablaban de la rapaz más grande de la selva. Robusta, de alas grises, cuerpo blanco y cuello negro; anida en las copas de los grandes árboles y se alimenta principalmente de animales arborícolas. Con menos envergadura de alas que otras rapaces de similar porte, es capaz de volar con gran maestría bajo las copas de los árboles, su principal terreno de caza.
El indio viejo hizo los honores. Introdujo la mano en un saco que había junto al fuego y sacó un pequeño cuenco de madera. Escupió dentro y luego lo limpió con la yema del pulgar. Se acercó de nuevo al petate y sacó una botella de vidrio que contenía un líquido parduzco con la viscosidad de un jarabe. Llenó el cuenco y se lo ofreció a Santamaría, después bebió él, luego me tocó el turno a mí, y por último al indio de la gran garra amarilla.
Nos sentamos sobre unos troncos alrededor de una pequeña hoguera, entonces el doctor nos presentó.
Señalándome con un ademán se dirigió a los indígenas en su lengua, asintieron, después, mirando al más viejo, me dijo: Etnoki, chamán de los Pai Pai, luego, en tono socarrón, continuó: el que queda, enfermero, se llama Kinate, y es el dueño del dardo que guardas en la enfermería.
Al ver mi estupefacción todos se echaron a reír. Entonces Kinate se levantó, desanudó el cordón de su cintura, me miró fijamente a los ojos y dijo unas palabras, después me lo ofreció. Miré a Santamaría, que asintió con la cabeza. No quedaba más que corresponder, saqué mi vieja y entrañable navaja suiza y se la di. El viejo reía y se golpeaba los hombros con las manos.
-¿Qué ha dicho?
-Ha dicho que él es un gran cazador y usted un hombre valiente.
La cocción que acabamos de tomar es una mezcla propia de los chamanes del bajo Japurá.
“Las ceremonias de Ayahuasca se realizan por las noches. La oscuridad causa una profunda reacción en el cuerpo, mente, emociones y espíritu, permitiéndonos confrontar y conquistar nuestros miedos más profundos, revitalizar energías vitales y despertar un nivel superior de conciencia. La idea es abrir el camino hacia nuestro “maestro interior. 
A la Ayahuasca –continuó- se le da un origen sagrado. Para mi pueblo el origen es mágico, se cuenta que la liana fue un hombre del cielo y la Chacruna una mujer linda de la tierra que se casaron, y al morir, hicieron el juramento que juntos siempre enseñarían y curarían a los seres humanos, de la tumba del hombre nació la liana de Ayahuasca y de la tumba de la mujer nació la Chacruna”. Para ciertos pueblos de la amazonia, la liana de Ayahuasca “es la que da la fuerza y la Chacruna la visión.
A partir de la conexión con los mundos mágicos y espirituales en los que nos sumerge la Ayahuasca, se adquiere conciencia de la existencia en su verdadero significado. Es una experiencia mística subliminal, en las que el ser humano consciente puede modificar la esencia de su ser…”
Llegó un momento en que dejé de oírlo, me acerqué a Kinate, que, algo perplejo, hurgaba en la navaja; se la cogí de las manos para enseñarle sus utilidades, y, de repente, comencé a marearme y a sudar profusamente. 
Poco después sentí vértigo y todo comenzó a dar vueltas. Acabé a cuatro patas y con unas fuertes náuseas que me hicieron echar la papilla. Intenté levantarme, pero no pude. Destellos verdes y amarillos a mi alrededor, giré la cabeza a un lado y, de pronto, un punto negro avanzó rápidamente hasta que se me tragó. Era Eliades, que se había interpuesto entre el fuego y yo. Conseguí ponerme en pie, pero era incapaz de caminar, parecía estar clavado al suelo, en aquel momento comencé a oír el canto de un ave nocturna. De hecho, no lo escuchaba, lo veía. Me volví hacía los demás e intenté decirles que me estaba pasando algo muy raro, podía ver la música; pero de mi boca solo salieron ruidos desarticulados. Intentaba decir: “Es horrible, no sé que me sucede”, lo intenté en varias ocasiones, y por fin, unos minutos más tarde, en vez de eso, como el que lee en un libro, vi salir las palabras de mi boca una tras otra. Ví sus risas perderse a través de la selva. Ví el sonido de unos pasos que se acercaban hasta que unas playeras fosforescentes se pararon delante de mis pies. Con una mano, Etnoki se apoderó de mi nuca, y con la otra me dio un golpe seco en la frente. A partir de ese momento salió de mi boca un torrente inagotable de palabras: danzaban, caían, saltaban, daban vueltas, desaparecían, volvían a aparecer. Al poco, comenzaron a fundirse lentamente, trocándose en imágenes; y éstas giraron y giraron y cogieron velocidad hasta convertirse en un vórtice que se me tragó, y el tiempo se detuvo; y las palabras dejaron de tener significado.
Desperté de golpe. El doctor Santamaría me había arrojado agua en la cara con una vieja lata del hangar. Llovía a cántaros, y los Pai Pai habían desparecido.
-Son las ocho de la mañana y pronto despejará. Tenemos el tiempo justo de darnos una ducha y revisar el embalado de todos los instrumentos.
-Espere, espere, he de contar…
-Es tu experiencia y es solo para ti –dijo, cruzando sus labios con el dedo índice. Solo Etnoki podría escucharte, y dudo mucho que se prestara a ello. Tienes toda la vida para hallar su significado.
Vamos, apúrate, el helicóptero estará aquí en una hora.
Era la primera vez que me tuteaba.”

 
Muy cortésmente, después de despegar el piloto voló en círculo por encima del campamento para darles la oportunidad de verlo por última vez. Luego puso rumbo al Japurá. Cuatro minutos más tarde volaban sobre su curso río abajo. 
Aquel viaje le regaló las imágenes más hermosas de su estancia en la  Amazonia. Aquel verde exuberante y profundo era inofensivo y hermoso visto desde las alturas, una experiencia exclusivamente estética. Nada que  ver con la palpitante emoción de recorrer sus senderos y remar por sus aguas.
Después de dos horas de vuelo dejaron atrás el Japurá y tomaron el curso del colosal Amazonas, que los llevaría directos a Manaos. Tras sobrevolar la inmensa y oscura boca de Río Negro se dibujaron en el horizonte los grandes edificios de la ciudad…  
Ya han pasado unos días, Estrella, y me extraña que aún no esté por aquí. Aunque, pensándolo bien, lo más probable es que se haya detenido en París, pues me comentó en su carta las ganas que tenía de visitar la vieja librería donde, sospecha, de vez en cuando ronda todavía el espíritu errante de los beats.

martes, 27 de agosto de 2013

El chamán

Después de tres semanas sin noticias, Estrella, me han llegado dos cartas más de la selva. Dos larguísimas cartas, por cierto.
El nivel de las aguas ha bajado ligeramente, dejando tras de si inmensos barrizales y cuatro casos de malaria que han tenido que ser evacuados en helicóptero (la pista de aterrizaje continua hecha un barrizal impracticable para los aviones). 
La época de celo del babuino no durará mucho más. Los tipos del  laboratorio trabajan a destajo. A los babuinos, después de pasar la cuarentena, se les hacen análisis de sangre. A los que son declarados no aptos se les suelta inmediatamente, al resto se les extrae el semen con el que después se insemina a las hembras. Luego, en una sencilla y casi indolora  maniobra, se les extirpan los testículos, que, al igual que el semen, se congelan de inmediato. Cada dos días, si la lluvia no lo impide, un helicóptero trae suministros y se lleva las muestras a Manaos.
El médico, tan pronto está dicharachero y risueño como se sumerge durante días en solitarias cavilaciones, que lo hacen pasear constantemente murmurando un incomprensible soliloquio.
Mi amigo, en cambio, cuando su labor se lo permite, lo escribe casi todo,
como indica el siguiente fragmento de una de las sesiones de psicoterapia que forma parte del tratamiento en el que lo ha embarcado el doctor Santamaría:
 
Amigo mío, es usted la primera persona que conozco que ha sobrevivido al curare de los Pai Pai. Conservó la calma el tiempo suficiente para inyectarse la atropina. Ha corrido la voz por el campamento, y estoy convencido de que los Pai Pai que los atacaron deben considerarlo un ser de otro mundo.
Por estos parajes no se adentran muchos occidentales que digamos. Si descontamos los gilipollas de los documentales que suelen estar el tiempo justo para sacar unas imágenes idílicas que luego se puedan vender bien, se podrían agrupar en cuatro categorías: Los científicos, los aventureros, los parias y los lunáticos.
Yo, en gran medida pertenezco a la primera, pero si incluimos a los místicos en la categoría de los lunáticos también debo pertenecer, aunque en menor proporción, a esta categoría.
¿A cuál se vincula usted?
-Pues no sabría decirle…, quizá tenga un poco de cada una de las tres últimas, pero tampoco es que lo tenga claro…
-¿Por qué vino usted?
-Creo que por la pasta.
-Dinero se puede ganar en casi todas partes. Le repito: ¿por qué vino?
-Quería dejar cosas atrás, olvidar a alguien, emborracharme de la exhuberancia y crudeza de este lugar, admirar la belleza incomparable de la naturaleza, en fin, para mí, el aspecto estético también cuenta. Supongo que la oportunidad también, conozco a un tipo que trabaja en la empresa farmacéutica que hace los ensayos.
-Vaya. Un romántico. 
Los que buscan y los que huyen hacen lo mismo, porque son lo mismo. Gente inquieta y difícil de contentar con grandes miedos o pasiones que los persiguen toda la vida. Que suspiran por lo que perdieron, pero incapaces de conservar lo que han conseguido.
Cuando vea que empiezo ha irme por la tangente déme un toque, no se corte.
Verá, en mi caso, podemos decir que he conseguido aunar estas dos facetas mías, aparentemente contradictorias, en el trabajo que me retiene aquí largas temporadas, y como usted, la pasta que gano me permite seguir adelante con mis estudios etnóbotanicos. Sin asomo de pedantería, le puedo decir que, por estudios y tradición, soy un experto en la flora medicinal de esta parte del mundo. Ya ve, yo también busco.
¿No habrá venido buscando el colocón definitivo?
-No. Al menos, no conscientemente.
-La vida nos va dejando heridas en el alma.
-¿Es usted poeta?
-Todos tenemos sueños inalcanzables, así que podría decirse que todos lo somos.
-¿En condicional?
-No me maree con sutilezas lingüísticas. Aquí el que pregunta soy yo. Intento ayudarle, recuerda.
¿De verdad lo piensa escribir todo?
-Desde luego.
-En fin, si le es de alguna utilidad. Pero no le arriendo la ganancia, menudo curro. Es el primer paciente que tengo que toma notas de las sesiones. Ya me las pasará. Probablemente contendrán información relevante.
¿Sigue teniendo pesadillas?
-Sí, pero menos frecuentes. La imagen de la bota del portugués entre las fauces del caimán con el agua hirviendo a su alrededor es algo que no olvidaré nunca.
-Debió ocultarse en el fondo de la canoa. Era más seguro que saltar al agua. Fue su decisión, no la de usted… ¿Acaso se siente responsable? 
Le recuerdo que usted reaccionó rápido y bien. Por eso está aquí. No tuvo oportunidad de ayudarlo. Así es la vida en todas partes, solo que aquí estos aspectos de la existencia se hacen más evidentes. La vitalidad y la fragilidad de la vida, aquí donde estamos, son moneda de cambio habitual. Lo vemos todos los días. Aunque solemos soslayar que nosotros también formamos parte de ese esquema.
Sus pesadillas son el mundo de los Pai Pai. Son el hogar de los indígenas. La selva les da cobijo, alimento, medicina y una visión del mundo. Cuando ande por ahí debe sentirse uno más de ese mundo. Sienta la selva. Eso no le va a garantizar nada, pero se sentirá mejor…
El próximo día sería conveniente tener una sesión de hipnosis ¿Qué le parece?


Algunos días sale con el doctor, surcan remando el pantanal en una pequeña piragua indígena, de fácil gobierno en aquél laberinto; donde la pericia y el conocimiento del terreno que demuestra su mentor, hacen, de una ruta imposible, una grata y fructífera experiencia. A veces bajan de la piragua para recoger alguna planta, y el doctor le habla de su morfología, de su habitat, y, sobre todo, de sus propiedades, ya sean farmacológicas o nutricionales.
En fin, Estrella, afortunadamente, poco a poco mi amigo va recuperando el sosiego perdido en las orillas del turbulento Japurá. 

domingo, 25 de agosto de 2013

Llegan las lluvias

Tras varias semanas de silencio, ayer, Estrella, recibí dos cartas juntas desde Manaos. 
Ya han llegado las lluvias, y el Japurá se ha desbordado, las múltiples bocas del río, que forman un intrincado delta en la frontera colombiana, han dado paso a un pantanal de cientos de kilómetros cuadrados que se extiende alrededor del pequeño altiplano del campamento. 
El lodo y los intensos chaparrones le han complicado el trabajo, pero no hay mal que por bien no venga, ya que no le dejan tiempo para pensar en el horrible destino del portugués.
Solo bajan de la canoa cuando se aproximan a una de las trampas. Con el agua hasta la cintura, sacan de la trampa al animal, lo meten en una de las jaulas y vuelven a montar la trampa uno metros más allá. Es un trabajo peligroso y agotador. Hay que estar atento cuando se salta al agua, puede haber caimanes. Están por todas partes. Se dan un festín en la estación de las lluvias con los animales que se han ahogado sorprendidos por la inundación.
Se turnan al timón mientras se quitan las sanguijuelas quemándolas con un cigarrillo; y huele a muerto, a selva y a repelente para mosquitos.
Flotando, desciende por el río una mula hinchada por la descomposición. Es la que perdieron la semana pasada cuando los sorprendió la tormenta junto a un regato insignificante al pie de una pequeña colina. Cuando quisieron darse cuenta el inocente regato se había llevado la mula a tomar por culo. Cuatro gallinazos posados encima de su cadáver, disputan ahora por comerse sus partes más blandas. 
A pesar del potente motor de la canoa, es imposible cruzar el caudal principal del Japurá. El río arrastra multitud de árboles y maleza a una velocidad de vértigo, por lo que sus salidas se han tenido que limitar al área inundada de la margen derecha del río.
Todos los días, al caer la tarde, una lluvia torrencial se apodera de su mundo. La espesa cortina de agua ahoga la banda sonora de la selva y se adueña del paisaje, y el río se alborota y llena de bravura; es el momento de dejarlo hasta la mañana siguiente.

Me desperté temblando y muerto de frío. Alguien llega y me toma la temperatura. No estoy en mi litera. Una habitación blanca con cuatro camas.
El tipo de la cama de enfrente delira. ¡Mierda! La fiebre de los pantanos.
-Veo que por fin ha despertado. Lleva varios días delirando. Anteayer creí que se nos iba…, se puso usted verde oliva; pero entonces me dije: ¡Por mis cojones! ¡Aquí no se le muere nadie a Eliades Santamaría! Le hice tomar una poción de ayahuasca..., y aquí está de nuevo. Cuente, cuente… ¿Cómo le fue la purga? ¿Quién es la muchacha, “la morenita de bote”, como usted la llama?
Los ojos enrojecidos y abiertos como platos, y la mirada inquieta y obsesiva de un neurótico; me dije al ver la jeta del médico justo antes de perder el sentido”. 

Estrella, seguramente te preguntarás qué clase de médico se apunta a trabajar en un agujero inmundo de una selva remota. Sin duda uno muy especial. Hacer lo que hace en aquella puñetera selva es lo que, me parece, da sentido a su vida.
Pero ha sido una suerte para el julandrón de mi amigo. El Dr. Santamaría estudió en Barcelona. Hizo la residencia en el hospital del Valle Hebrón, donde había oído hablar de mi amigo a raíz de que éste fue víctima de un raro efecto secundario durante un largo y peligroso tratamiento médico que coincidió en el tiempo con su residencia.
En fin, han hecho buenas migas, y el doctor se puso pesado con el director de la estación hasta conseguir que mi amigo fuera destinado a la enfermería (al enfermero anterior le dio un yuyu semanas atrás. Salió corriendo dando gritos del campamento y desde entonces está desaparecido).
¿Qué probabilidades hay de que dos personas de mundos tan diferentes, años más tarde vuelvan a encontrarse y reconocerse en un lugar como aquél? Remotas, muy remotas; y sin embargo ha sucedido. Lo que me lleva a pensar en lo inescrutable de la vida y el destino, Estrella.

jueves, 15 de agosto de 2013

Infierno verde

Como te decía en mi anterior carta, mi colega se ha pirado a la selva. Así que me encuentro ligeramente melancólico y francamente decepcionado de mí, del mundo o de la vida ¡vete a saber!
El único aliciente que suele tener la semana, es la carta que me llega cada viernes. Está sellada en Manaos. El sello es un flipe: Hay un mono subido a una palmera comiéndose un plátano mientras a sus pies discurre un río tumultuoso. En él de la carta anterior era un caimán el protagonista, y la precedente llevaba uno de pirañas nadando en un meandro. Todo un derroche de imaginación por parte del servicio de correos.
Ni que decir tiene, que el espíritu festivo y bullanguero que tenía en las semanas previas a su partida ha desaparecido por completo. El muy primo se siente atrapado, y sus ideas románticas y aventureras sobre la naturaleza salvaje, por no hablar de la de los duros y robustos trotamundos que recorren sus más profundos senderos, se han disipado entre el calor, la bruma; y el desasosiego continuo que le produce la tribu de los Pai Pai.
Para muestra bien vale un botón:

Sí tío, sí. Todas las tardes, después de cruzar el río, mientras cargamos en las mulas las jaulas con los monos que hemos capturado; y la noche comienza a enseñarnos sus garras, los presiento. Están ahí, entre la maleza. Siento sus ojos clavados en la nuca. Un escalofrío me recorre el cuerpo, y, por un instante, dejo de oír los desesperados chillidos de los monos enjaulados que tanto inquietan a las mulas.”

Uno no se da cuenta del daño que hacen los idílicos documentales sobre la selva y la vida salvaje hasta que, como el julai de mi amigo, se lanzan a la aventura teniendo como principal referencia ese tipo de documentos, donde se soslayan o minimizan los riesgos inherentes a toda naturaleza exuberante y salvaje.
Fue Joseph Conrad uno de los primeros aventureros que, en su novela “El corazón de las tinieblas”, dio cuenta de los trastornos psíquicos que suelen padecer algunos occidentales a causa de una larga exposición al implacable sol de los trópicos. “La tarumba del equinoccio”, así la llamaban los conquistadores españoles que exploraron el río Amazonas buscando una quimérica ciudad de oro, como nos cuenta Ramón J. Sender en su novela “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre”.
La Estación nº 5, próxima a la frontera colombiana, cerca de una de la innumerables cascadas de uno de los muchos afluentes del río Japurá, es la estación más remota y peligrosa de la Compañía; y está considerada la más rica en el recurso que explotan.
La Estación, como él la llama, es una explanada de casi tres hectáreas junto al hangar de una pista de aterrizaje. Una alta empalizada, rematada por una valla metálica, rodea todo el perímetro; y en medio, la torre de vigilancia y comunicaciones, que también hace las veces de torre de control para facilitar en aterrizaje de los aviones.
Mucho me temo, Estrella, que mi amigo, visto el ánimo decreciente que va mostrando en sus cartas, acabe por sucumbir psíquicamente en aquel infierno verde. Doce horas de selva diarias de lunes a sábado pueden acabar con cualquiera. Los jaguares, los caimanes, los mosquitos, las pirañas y los constantes chillidos de los monos; o los abruptos silencios, que no suelen auspiciar nada bueno, pueden hacerte polvo los nervios. 
Por no hablar de los Pai Pai y su proverbial puntería, que acechan desde las orillas con sus temidas cerbatanas. Sin duda, son los indígenas los que lo tienen sobrecogido, pues en su última carta, me cuenta cómo salió ileso de una emboscada:

Acabábamos de llegar a la orilla, donde nos esperaba un equipo con las mulas, cuando un enorme griterío procedente de la espesura me heló la sangre en las venas.  Me pareció ver que el denso follaje de los alrededores se agitaba, entonces, entre la muralla verde aparecieron las puntas de las cerbatanas. Salté rápidamente de la canoa y busqué refugio entre las mulas. No me dio tiempo a llegar hasta ellas. Un picotazo en el hombro me hizo caer de bruces. Mientras sacaba de su estuche la jeringuilla de atropina (el curare, al paralizar los músculos pectorales, mata por asfixia, así que una inyección a tiempo de este estimulante cardiaco suele salvarte la vida), ví al portugués tirarse al agua. 
No pude hacer nada por él, yacía inerme junto a la orilla a la espera de que la atropina hiciera todo su efecto, cuando un caimán cerró sus enormes mandíbulas sobre una de sus piernas y lo arrastro hacía el centro del río.
Una vez pude ponerme en pie, lo oí gritar por última vez mientras el agua hervía alrededor del caimán; lo que indicaba que las pirañas lo estaban devorando vivo…”


Sus fantasías románticas sobre la selva desaparecieron por completo aquella trágica tarde, desde entonces, va tachando los días en el pequeño almanaque que tiene clavado con chinchetas en la pared que hay junto a su litera.


viernes, 26 de julio de 2013

Uno de indios

Es vergonzoso, han hecho falta dos cervezas y un par de petardos para ser capaz de empezar. El listillo de mi inconsciente ha sacado tu imagen y me la ha puesto delante de las narices.
¿Musa o distracción? Una pregunta a la que le he dado vueltas y más vueltas.
“Tus lindos ojos van y vienen…” con ese verso empezó a gestarse la pregunta…
Ahora mismo ando con lo de Niebla, y de pronto salta tu imagen como empujada por misterioso resorte.
“Uno treinta y sinco…” Como camarera tengo que reconocer que casi siempre te portaste bien, pero…, desde los días que solía pedirte un descafeinado por la mañana, hasta ahora, que Niebla se esconde porque acaba mal; y habéis intercambiado papeles porque es una historia sombría y necesito una pausa y una sonrisa, ha llovido mucho.
¡Qué tiempos aquellos! Cuando un poema podía estar al servicio de dos musas al mismo tiempo. Patricia, al menos, era capaz de valorarlo; y alguno me agradeció como solo una mujer puede hacerlo. Lástima que estaba como una cabra -cuando le daba un chungo era capaz de ponerte los pelos de punta-
Los cuentos de La Estrella y El Vagabundo en realidad los escribió un colega mío. Un tipo romántico que ama la literatura norteamericana del siglo pasado y envidia los relámpagos de lucidez de Poe. Un tipo raro. Es un peligro, le gustas demasiado. No te lo recomiendo.
Hizo de negro para mi, a qué negarlo. Me aproveché de cierta primacía que tengo sobre él para sacarle algo más de treinta páginas y unos cuantos poemas por unos pocos pavos. Lo utilice vilmente, soy un fraude. Es mejor que lo sepas.
El corazón usa las palabras para modular tu ausencia. Te traen a mí. Y te enfundan como una mosquitera ciñe el lecho, donde, al abrigo de miradas indiscretas, te desnudas sin pudor a sabiendas de que solo puedo entrever las curvas de tus perfiles tras los velos del lenguaje y la memoria.
Quizá en agosto me vaya un par de meses. Es posible que me contraten para capar monos en la selva amazónica por cuenta de una compañía farmacéutica. Solo contratan tíos porque, según ellos, hacen el trabajo con más cuidado que las mujeres. Al parecer, el cojón de mono contiene una hormona muy preciada y hay que tratarlo con cuidado. Se congelan recién extirpados y se envían a Europa por avión usando una pista clandestina abandonada por los narcotraficantes de la zona.
El babuino enano del amazonas es venerado por los indígenas del lugar, así que la tribu de los Pai Pai le tiene declarada la guerra a la compañía. Esto convierte el trabajo en ilegal, duro y peligroso, pero bien pagado.
Ahora mismo, estoy lleno de ronchas por culpa de las vacunas que me han puesto. Me han vacunado para enfermedades que ni siquiera sabía que existían.
Por último, quiero decirte que, si palmo por culpa de un dardo envenenado con curare –los cabrones de los Pai Pai son expertos en esa técnica- mi último pensamiento será para ti.
Dispuesta a devorarme al menor descuido, la selva procelosa me espera.


domingo, 21 de julio de 2013

Niebla 7 (fragmento)

Tres cartas y un cd cayeron sobre la mesa. Leyó el nombre del destinatario de cada una de ellas, dejó el cd y uno de los sobres dentro de un cajón y abrió el que llevaba su nombre. Apenas dos folios que pasó a leer ávidamente:
 
Amigo mío:

Como ya debes sospechar… El hecho de que sea Inés quien te ha llevado esta carta es una muy mala noticia. He pasado estos últimos días arreglando mis asuntos. No quiero cargar en las espaldas de Inés el doloroso trance de tener que encargarse de mis exequias. Te parecerá una locura, pero quiero ver la explosión, porque habrá explosión Miquel, habrá explosión.
Las últimas tres semanas han sido agotadoras. He pedido favores, he presionado, amenazado, suplicado… En fin, hace dos días  que llegaron los expertos rusos, desde entonces, mis fuentes, al igual que todos los implicados en la futura operación, están incomunicadas con el exterior. Así que ya no me es posible obtener más información. Podría haber cambios de última hora, aunque estoy convencido de que no será así.
Me ha costado dios y ayuda poner en orden toda la información que ha llegado a mis manos y encontrar la manera de hacerte un breve resumen (el grueso de la documentación va en el cd, por si quieres echarle un vistazo).
La estrategia que se ha diseñado tiene un setenta por ciento de posibilidades de salir bien, pero, en caso de que algo salga mal, la ciudad pagará las consecuencias. De hecho, me consta que ya hay discretos movimientos en el mundo inmobiliario para deshacerse de algunos edificios importantes cercanos al frente marítimo, no solo en Barcelona.
Los jerifaltes de la ciudad han tenido acceso a más información de la que yo dispongo. No tengo dudas sobre la calidad de la misma, pero esta operación es un tema muy complicado. Intervienen demasiados departamentos políticos y militares y se trabaja en compartimentos cerrados. Salvo una cúpula directriz, el resto solo maneja la información estrictamente necesaria para desarrollar su labor, así que existe la posibilidad de que, debido a esto, mis conclusiones sean erróneas, aunque mucho me temo que estoy en lo cierto. La ciudad está dejada a su suerte, no permitirán bajo ningún concepto que la niebla salga de la ciudad y se extienda incontroladamente. 
Ya no es Barcelona, es salvar el resto ¿comprendes? En eso andan ahora, diseñan una campaña para que la gente acepte esa premisa. Los acojonarán, les harán conocer lo terrible de la epidemia y los grandes esfuerzos que se hacen para contenerla en la ciudad. En fin, van a acabar con la niebla, si la ciudad sale ilesa perfecto, si no…pues mala suerte.
La operación militar que cerraría Barcelona en caso de que fuera necesario ya está diseñada. 
No me hagas mucho caso, me estoy poniendo catastrofista. Todo saldrá bien. La que ha armado el fanático de Víctor pasará a la historia.
Han dividido el teatro de operaciones (así llaman a la ciudad y su área metropolitana) en cinco anillos, como las compañías de trasportes, y, días después del toque de queda, comenzarán los apagones nocturnos en los anillos exteriores. El objetivo es que, debido a su dependencia energética, la niebla se vaya replegando hacia el centro en busca de fuentes energéticas, para, una vez concentrada en algún lugar, poder eliminarla de raíz. De ahí que los apagones empiecen por el anillo exterior. Aprovechando que la niebla de día no tiene ninguna actividad, los apagones serán únicamente de noche, preservando así, en la medida de lo posible, el funcionamiento económico de la ciudad.
Cada semana se irá añadiendo un nuevo anillo al apagón nocturno. Serán los FT ALTEA, hasta ahora usados para vigilar los movimientos de los incendios forestales, equipados para este ejercicio con toda clase de sensores, los que llevarán a cabo el seguimiento de todo el proceso. Verificarán si la niebla se repliega y a qué ritmo lo hace. Una vez verificado el repliegue se procederá a apagar un nuevo anillo.
Este proceso se ha previsto que dure alrededor de siete u ocho semanas  como mucho. Para entonces se espera que la niebla esté diezmada y arrinconada en el puerto y sus alrededores. A partir de ahí comenzará lo más delicado de la operación:
Se ha fletado un barco. Un barco especialmente equipado para atraer a la plaga mediante un complejo sistema electromagnético. Comenzará a funcionar cuando se tenga la seguridad de que la niebla se ha concentrado en los alrededores, y se espera que la atraiga como un imán. Una vez conseguido este objetivo, el barco zarpará tripulado por un sistema automático hasta una boya situada a cuarenta millas de la costa y se detendrá junto a ella. Ésto activará el sistema de ignición que detonará la bomba rusa de alta potencia instalada en el buque, provocando una enorme explosión que lo vaporizará todo en media milla a la redonda.
Sobre el papel parece factible, y así se lo han vendido a las autoridades locales, pero…amigo mío, a mí me recuerda al cuento de la lechera. Y entraña grandes riesgos para la ciudad.
El más preocupante es el sistema de detonación de la FOAB, que, por mucho que digan los rusos, no es del todo estable. Si llega a explotar antes de tiempo, la ciudad sería barrida por la onda expansiva supersónica que generaría la explosión y la ola gigantesca que provocaría.
Ni qué decir tiene que los ciudadanos de a pie no seremos informados de todo esto. La excusa de siempre: “Que no cunda el pánico”, no es bueno para los negocios.
El día crítico será el de la partida de buque, lo que tenga que pasar pasará esa noche. Una vez haya zarpado, si algo sale mal puede tener graves consecuencias para todos nosotros.
Con el objetivo de no arriesgar las vidas de las élites de la ciudad se ha establecido una señal para la noche que zarpe barco. Las potentes luces de Montjuich se encenderán al caer la tarde. Ésa será la contraseña para que todos los que están sobre aviso se alejen de la costa y abandonen Barcelona discretamente.
Espero que la red que habéis montado sea capaz de alertar al mayor número de barceloneses que sea posible.
Con la excusa de un estudio científico, he conseguido que los conserjes del rascacielos me dejen montar una cámara en la azotea. Funciona con baterías y se puede manejar por control remoto, así que grabaré el evento sentado en mi terraza. 
Miquel, he decidido correr la suerte de la ciudad. Sea cual sea el resultado será digno de presenciar. Por si no volvemos a vernos, te ruego que pongas la supervivencia de Inés por encima de cualquier otra consideración. Tómatelo como el pago a mi trabajo.
La forma más rápida de ponerse fuera del alcance de la onda expansiva sería protegerse en la cara opuesta al mar de las colinas de Collserola. Nada de alejarse hacía el Vallés, bien pegados a la montaña.
A partir de ahora es conveniente que no volvamos a ponernos en contacto, pues creo que alguien se ha ido de la lengua; han entrado en mi ordenador y puede que hayan encontrado alguna pista sobre lo que he estado haciendo.
En fin, viejo amigo, si todo va bien volveremos a vernos en primavera. Si no es así, cuida de Inés en mi nombre.
 

domingo, 30 de junio de 2013

Niebla 6 (Fragmento)

Desde la terraza delantera del ático de Miquel, el mar acaparaba la mayor parte del horizonte, y un viento gélido y vertiginoso, silbando con fuerza en los recovecos de los edificios de la avenida, recorría la noche, dificultando la discreta charla que sostenían los dos amigos fuera del alcance de los oídos de Inés. Ésta los observaba desde la ventana corredera del despacho, a sabiendas de que los dos hombres, con la excusa de fumar un cigarrillo, querían sostener una conversación lejos de su presencia. Por un momento se sintió ofendida, pero…, al poco, el lenguaje corporal de los dos amigos la llevó en otra dirección… Envidió la fuerte compenetración que había entre ellos. Sin duda, su inesperada llegada iba a modificar los hábitos de la casa. Había hecho su aparición sin avisar, con una maleta y malas noticias. Todos necesitarían algo de tiempo para acostumbrarse…
Acodado en la baranda de la terraza, Andrés escuchaba las explicaciones de su amigo; de vez en cuando asentía con la cabeza, y después trataba de encender de nuevo el cigarrillo que sostenía en la mano izquierda; tras varios intentos fallidos, con un gesto resignado volvió a dejarlo dentro del paquete.
El rostro grave de Andrés, recortado entre las sombras intermitentes de la terraza, la llenó de inquietud. Apartó la mano que sostenía la cortina, encendió la luz y se sentó delante del ordenador…



A unos cables de distancia del herrumbroso buque, dos fragatas de la Armada custodian el puerto. El moribundo carguero griego, destinado al desguace meses antes, está siendo remozado para su último viaje. Fondeado frente al puerto, el constante ir y venir de las lanchas le había dado una nueva vida al marchito navío.
En proa, colgados de un andamio, tres marineros pintan el nombre escogido para su postrera singladura. El viejo Dyonisios, ahora rebautizado como Sant Jordi, era el instrumento elegido para acabar con la pesadilla que asolaba la ciudad.
En ese mismo momento, en un lugar desconocido del área metropolitana, un científico español y tres ingenieros rusos expertos en armamento supervisan la descarga de tres traileres llegados durante la noche. 
La FOAB (bomba termobárica de alto impulso) rusa, sin duda alguna, era el arma no nuclear más potente del mundo. Con un peso cercano a las ocho toneladas, producía una energía equivalente a 44 toneladas de TNT, por lo que tenía el mismo poder de destrucción que una bomba nuclear táctica. Probada con éxito en el 2007, estaba destinada a sustituir a las armas nucleares tácticas del ejército ruso. Sus características más peligrosas eran su onda expansiva supersónica y lo difícil de su control.
Cuatro veces más potente que su homóloga norteamericana, la FOAB estaba diseñada para ser lanzada desde un avión y detonada desde tierra, pero en esta ocasión sería diferente, así que los técnicos rusos montaban un nuevo sistema de detonación que minimizaría en parte su alto poder destructivo.  

jueves, 13 de junio de 2013

Niebla 5 (fragmento)

Una hora después, la furgoneta los dejaba en un garaje del extrarradio barcelonés. Allí los esperaban dos tipos corpulentos vestidos de enfermeros, que los acompañaron hasta el ascensor que los dejó en la segunda planta.
Los repartieron en tres habitaciones contiguas. Tras despojarse de la ropa y los efectos personales firmaron un documento, pasaron por la ducha, les dieron ropa nueva y les hicieron los primeros análisis.
Sala de conferencias: suelo y paredes de un blanco impoluto, grandes ventanales de cristal esmerilado, sillas y pequeñas mesas azules; y presidiendo el aula, una mesa grande con tres tipos de bata blanca que los urgían para que tomasen asiento.
Tras la charla introductoria se repartieron unos folletos relativos al experimento, donde se explicaban detalladamente las pautas que se iban seguir durante todo el proceso, así como las normas fundamentales de convivencia y un plano de las instalaciones y sus correspondientes servicios. Uno a uno, el medio centenar de participantes de ambos sexos pasó por una ventanilla donde una enfermera rubita repartía bolsitas con dos gramos de marihuana.
Sala de lectura, de televisión, de juegos de mesa, un pequeño gimnasio, una enfermería donde se tomaban las muestras; y lo más importante: la inmensa sala que acabaron por llamar “el submarino”. El lugar donde, día a día, se enfrentaron a la niebla.
Un pequeño grupo no fumaba marihuana, sino que utilizaban un preparado farmacéutico compuesto por dos sustancias activas: el tetrahidrocannabinol y el cannabidiol, que se administraba en pulverizaciones bucales por medio de un espray, absorbiéndose a través de las mucosas orales.



-¿Crees que Víktor trabajaba solo?
-No lo sé, Andrés, no lo sé. Pero montar algo así implica tener un proyecto a largo plazo o algún tipo de trastorno mental que no alcanzo a ver. Quizá haya detrás un proyecto político totalitario liderado por fanáticos del Tercer Reich. O por falangistas en conserva, que haberlos haylos.
Me consta que están investigado con lupa la vida del cabrón de Víktor, pero de momento no hay pruebas que apunten hacia conexiones terroristas…



Con la llegada de los primeros fríos invernales, a principios de diciembre la ciudad recuperó una aparente normalidad. El fenómeno de la Niebla Azul se fue replegando paulatinamente; tanto, que los periódicos poco a poco fueron arrinconando la información sobre el asunto –que un mes antes había sido objeto de un seguimiento masivo por parte de los medios, ocupando portadas y páginas y páginas centrales con todo tipo de especialistas y teorías pintorescas- hasta quedar reducida a puntuales notas en las páginas interiores.
La policía había tomado de nuevo el control de las infraestructuras estratégicas y de los barrios más afectados por la niebla.
Pequeños focos de la plaga iban apareciendo intermitentemente, una noche en un barrio, otra noche en otro. La niebla se agazapaba, daba un zarpazo y volvía a desaparecer…

viernes, 24 de mayo de 2013

A modo de respuesta

Hola guapísima, ¿cómo estás? Supongo que tan bella como la última vez que te vi. Yo, como siempre desde que te conozco, echándote de menos.
A veces veo tus ojos por todas partes. Cierro los míos allí están, puntuales como un reloj.
Esta noche he tenido un sueño estupendo, aunque, como siempre, me he despertado en lo mejor: justo cuando, ya desnuda, te sentabas sobre mi rostro. Para interpretar este sueño no hace falta ser Freud.
Empecé a tener este tipo de sueños al poco de conocerte. Me acompaña desde entonces esa dulce maldición. Dulce de contenido, húmeda y salada de sabor. Sabor de conchas y caracolas, puro veneno sensual y femenino. Ya ves cómo ando. La funda de la almohada siempre llena de babas y el corazón como un templo devastado.
Lo cierto es que nunca has querido que nos viéramos, así que me lo monto en sueños; es algo que nunca podrás impedir. Si supieras la poca ropa que llevas en ellos te ruborizarías como una quinceañera. Eso cuando llevas algo.
“El fantasma de tu piel me toca y me desmayo”, un verso de uno de tus/mis poemas. ¡Qué razón tenía cuando lo escribí!, aunque quizá lo escribiste tú (ya no lo recuerdo).
Me puse celoso, y me largué de Can Felipa a callejear bajo la lluvia por el Poble Nou (eso debería responder a tu pregunta). Caminé hasta un espigón de la Mar Bella y me senté junto al mar embravecido; y maldije mi suerte y mi destino. En aquel momento, hubiera querido tener el corazón tan duro como el granito de los enormes peñascos del espigón.
Cuando, por fin, me sosegué, miré el reloj… eran las nueve y media y estaba chorreando. Tomé un café en un bar de la Avenida Icaria. Y volví a sentirme como un vagabundo mientras, bajo la lluvia, esperaba el 71.

lunes, 20 de mayo de 2013

Niebla 4 (fragmento)

-Bueno, ahora somos socios del Lagarto Verde…
-Menuda movida para entrar… ¿Dónde están los garitos llenos de humo y  tías poco recomendables?
-Han pasado a la historia, Andrés; salvo en fiestas clandestinas y algunos conciertos en centros sociales ocupados. Y ni allí es lo que era…
-¿Por qué tanta ventilación? 
-Dicen que han de cumplir una normativa muy estricta, pero estoy convencido de lo hacen para que la gente no se ponga gratis.
¿Los tipos del club te han parecido fiables?
-Bueno…, al principio sí; pero cuando el soplapollas aquél, el bajito de las gafas concha, ha empezado con su rollo ya no lo ha soltado: ¡Cómo mola, tío, cómo mola! ¡Qué guay, tío, qué guay! ¡Lo flipas, tío, lo flipas! 
Si son capaces de aguantar horas y horas a un tipo así es que son unos santos o no se enteran de nada. ¡Qué hijoputa! No puedo quitármelo de la cabeza: ¡Lo flipas, tío, lo flipas! ¡Qué guay, tío, qué guay! 
-Un colgado hiperpelma. Si fuera un poco más listo se podría buscar la vida abriendo cajas de caudales a base de palique.
Menos mal que lo grabé todo. Dos horas… La primera es la que más nos interesa. Están los hechos. Casi toda la segunda son interpretaciones y opiniones personales, que pueden aportar algunos detalles pasados por alto al principio de la entrevista, pero nada más. Lo fundamental está en la primera hora. Cuando el julandrón de las gafas ha empezado con sus: ¡Cómo mola, tío, cómo mola! ¡Lo flipas, tío, lo flipas!..., nos hemos descentrado un poco.
Tengo que pasar por el viejo rascacielos de Urquinaona. He de llevar unos documentos a un amigo de Miquel. ¿Qué haces? ¿Te vienes?
-No. Tengo las niñas en casa de un amigo. Si no voy a buscarlas antes de las diez mi mujer me cortará el cuello.

La tarde del día siguiente, Miquel y Andrés escuchaban atentamente la grabación en el despacho del primero, que hacía las veces de sala de música y lectura desde que vivían juntos. De vez en cuando paraban la grabación, y Miquel tomaba notas apoyándose en los comentarios que Andrés le iba proporcionado a medida que sus recuerdos de la tarde anterior, envueltos en una densa nube canabica, reaparecían poco a poco.
Era un trabajo tedioso, pues a cada pregunta, los encuestados respondían a la vez, atropellándose las voces de unos y otros en un confuso parloteo donde se confundían las respuestas con la música del local. De tanto en tanto, el tono decido de la voz de Raúl acallaba la embrollada cháchara, poniendo algo de orden en el discurso de éstos. Durante unos minutos la cosa iba bien, hasta que, empujados por los efectos de la maría volvían a embalarse de nuevo, mezclando ocurrencias, respuestas y risas contagiosas.
Después de varias horas de oír los: ¡Qué guay, tío, qué guay! del cretino del club, habían desentrañado lo esencial de la historia de los fumetas identificados en el Arco de Triunfo: 
La guardia urbana les entregó a domicilio un documento de las autoridades sanitarias para que se presentaran en la fecha y hora indicadas en el Hospital Clínic.
Un responsable municipal del Control de Epidemias les explicó el motivo de su presencia allí: Al parecer, habían estado expuestos a un virus desconocido, y, aunque durante las pruebas hechas en primera instancia no se encontró nada fuera de lo normal y se creía que el THC les había proporcionado cierta inmunidad, era extremadamente importante que durante unos días se sometiesen a un estudio suplementario para corroborar científicamente este hecho, de lo contrario las autoridades sanitarias los harían responsables del posible contagio a terceros. 
Estarían confinados durante diez o quince días en un entorno controlado. 
Por formar parte del estudio serían remunerados, además de suscribirles una jugosa póliza de seguros por si alguien sufría algún tipo lesión, física o psíquica.
Una vez firmados los documentos correspondientes, y después de asegurar a los que formaban parte del colectivo de afortunados que todavía tenía un empleo, que sus puestos de trabajo no se verían afectados por su ausencia, bajaron al garaje del hospital, subieron a una furgoneta cerrada y salieron con destino desconocido.

domingo, 19 de mayo de 2013

Justín*

Justino –al que todos sus compañeros llamaban Justín debido a su aspecto apocado-, era uno de los más viejos colaboradores de fray Durán, secretario de la Unión Monástica de Cataluña. Rescatado de muy joven del cuerpo de censores del estado por fray Durán, Justín había prosperado en la congregación a pesar de lo oscuro y deslucido de su profesión.
Presto siempre a que publicaciones y carteles pagados con el dinero de todos reflejasen el ideario de su orden, andaba siempre de aquí para allá dando consejos y consignas a los responsables de la gestión de municipios, diputaciones y mancomunidades que controlaba la hermandad a la que pertenecía.
"Nuestra democracia no es más que un videojuego anticuado y caro que hemos de procurar mantener vivo a toda costa. Los ciudadanos han de ser conducidos por el sendero del analfabetismo político útil que nos perpetúa, que nos hace aparecer como indispensables", aseguraba en los conciliábulos de alto nivel de la congregación que lo rescató del ostracismo en los albores de la democracia y a la que tanto debía.
Justín era un as del lenguaje subliminal, un “martínvilla” del escamoteo del mensaje popular, un Messí torticero en el inmenso campo de la comunicación gráfica.
 "Justín, te necesito urgentemente", le dijo La Reinona. "Después de muchos años, hemos puesto una pica en Flandes, y hay que conservarla a toda costa. Este constante lidiar con gente montaraz y subversiva me deja el cutis hecho un asco. Estoy llena de granos de aguantar a tanto ateo vociferante".
Lo cierto es que La Reinona, en el corto espacio de tiempo que llevaba al frente de la gestión del Distrito, había perdido gran parte de la lozanía a la que debía su apodo; y a pesar de la comunión diaria languidecía a ojos vista.
"La sumisión perruna de los responsables de cualquier cartel o publicación pagados con fondos públicos es mi objetivo irrenunciable en este caso", le aseguró a su correligionaria nada más instalarse en un despacho del Mental.
Mientras sus dos esbirros rebuscaban en los archivos, Justín recorría los mezquinos equipamientos municipales de la zona norte a la caza de cualquier revista, cartel, folleto o boletín susceptible de ser sometido a sus preceptos.
Ya en su despacho, después de unos lingotazos de chinchón, el veterano censor babeaba nada más ver el suculento botín que iba a sufrir su inapelable tijeretazo estilístico. Eso, o desaparecer por falta de recursos. Con la crisis, ya se sabe, balbuceaba medio enajenado.
Era allí, en terreno hostil, donde quería culminar la obra maestra de su vida.
El libro de estilo demócrata cristiano para carteles y publicaciones subvencionadas está casi listo, solía repetir mirando el busto de bronce de fray Durán, que, desde un alto pedestal, presidía todopoderoso el despacho de aquel hombre hecho de recortes y medias verdades.
Pero Justín no contaba con la maldición del Mental: Una tarde tormentosa, cuando, pasado de chinchón, iba a coger el abrigo, tropezó con la papelera metálica donde arrojaba las publicaciones indeseables y cayó de bruces con tal mala suerte que, al apoyarse en el pedestal de fray Durán para levantarse, éste cedió hacia atrás provocando la caída del busto, que le acertó de lleno en la sesera.
Sus compañeros de fe interpretaron el fatal accidente como una señal del Altísimo, y relegaron la obra cumbre de Justín al atiborrado archivo de Estudios Inútiles Que Hacemos Porque Los Pagáis Vosotros.



Para la revista anual La Prosperitat.